La desescalada interior:
Procesos de gestión de sentido en una crisis impredecible

Por Alejandro Iborra
CUADERNOS DEL INSTITUTO IKEDA · 2 · Dic. 2020


Introducción: la escalada

En marzo me pidieron dar una conferencia cuyo título fue: “Aprender en tiempos revueltos: Gestionar procesos de incertidumbre sin desbordarse en el intento”. Está relacionada con la conferencia, que impartí en junio de 2020, a partir de la cual he redactado este escrito. Tres meses después de la primera conferencia, el momento era muy diferente. En ese sentido, la conferencia que impartí sobre “la desescalada interior” fue muy diferente a la primera. En el momento en el que escribo este texto, a partir de dicha conferencia de junio, ya hemos vivido la “desescalada”, a la que le ha seguido una segunda ola, con nuevas restricciones y normas que cumplir, aunque por suerte sin un confinamiento. El momento es otro. Probablemente todos hayamos cambiado también respecto a junio de 2020. No obstante, gran parte de los temas tratados en esta conferencia siguen siendo vigentes.

En marzo, al principio del confinamiento que vivimos en España, me centré en cómo gestionar el proceso de incertidumbre en el que nos encontrábamos. Al inicio del proceso de confinamiento, ¿cómo sobrellevar la situación? Meses después, en diciembre de 2020, la incertidumbre continúa. Si al principio de esta situación de “pandemia” nos centrábamos en la experiencia del confinamiento, del número de contagios y muertes, de la vivencia de estar en casa, en junio resultaba más relevante hablar de fases de desescalada, para volver a la “nueva normalidad”. El contexto era muy diferente. Ahora no sé si estamos de vuelta o regreso, de salida o de repetición, como si esto fuera un ciclo. Justamente de estas cuestiones es de las que vamos a hablar.

Cuando hablamos de desescalada presuponemos que hubo una escalada. Todos hemos compartido una experiencia nueva que no habíamos vivido nunca: estar confinados desde principios de marzo hasta junio, al menos en España. Un período de ruptura de todos nuestros hábitos, empezando por las relaciones sociales. Por un lado, hemos convivido con nuestros familiares 24 horas al día, sin interrupción, con la necesidad de gestionar las actividades de ocio de nuestros hijos, colaborando con sus actividades virtuales con los colegios y compaginando o tratando de compaginar esto con nuestro propio teletrabajo, en el mejor de los casos. Digo en el mejor de los casos, porque puede que hayamos pasado por el proceso de incertidumbre que supone un expediente temporal de regulación de empleo, un despido o el hecho de necesitar ayudas económicas. En poco tiempo hemos cambiado muchas de nuestras rutinas, sin poder salir más de lo necesario, acostumbrados a hacerlo en un clima de excepción, con mascarillas, con distancia social, sin poder tocarnos, sin poder realizar actividades al aire libre y libremente, al tener que estar pendientes de las restricciones temporales y espaciales a la hora de movernos. Por no hablar del aluvión continuo de noticias en torno al incremento de contagiados, ingresos y muertos por la COVID-19. Todo esto ha generado, por tanto, un clima excepcional de incertidumbre, de adaptación a nuevos hábitos, nuevos aprendizajes y todo en poco tiempo.

No es de extrañar que hayan surgido efectos psicológicos adversos en este período de cuarentena social. En un artículo publicado en abril, comparando familias españolas e italianas (Orgilés, Morales, Delvecchio, Mazzeschi y Espada, 2020) se mencionaba cómo el 85% de los padres habían constatado cambios en el estado emocional de sus hijos, caracterizados por dificultades de concentración (76,6%), aburrimiento (52%), irritabilidad (39%), inquietud (38,8%), nerviosismo (38%), sentimientos de soledad (31,3%), preocupaciones (30%). Los niños usaron mucho más sus dispositivos móviles y en consecuencia disminuyeron su actividad física y también las horas de sueño. Todo esto se pudo ver más o menos agravado, dependiendo del clima de convivencia que hubiera en cada hogar.

Además, como parte de esta “escalada” vivida en el confinamiento, los medios de comunicación se han hecho eco del incremento del consumo de harina para cocinar más productos de repostería, ha aumentado también el consumo de alcohol, drogas y psicofármacos. Igualmente ha sido un período con más tiempo de ocio para iniciar nuevas actividades en casa, por medio de tutoriales en internet, bien fueran sesiones de yoga, fitness, aprender a cocinar, leer, aprender idiomas y, por supuesto, jugar a videojuegos y dedicar horas a visionar películas y series. Medidas todas para sobrellevar esta situación, para apañarnos con ella, lo que no ha evitado otro tipo de crisis, por ejemplo, un mayor riesgo de separaciones y divorcios.

Más allá de todo esto, que puede adaptarse o no a tu experiencia, interesa que nos preguntemos cuál fue nuestro proceso de escalada. ¿Cómo hemos vivido este confinamiento? ¿Cómo nos hemos adaptado a él? ¿En qué circunstancias lo hemos pasado?

Responder a esto es fundamental, más allá de lo que plantean los medios de comunicación e incluso investigaciones más formales. ¿Cuál es mi experiencia cotidiana? Sobre todo, si vamos a pensar en un proceso de desescalada, hay que considerar que, en el contexto del alpinismo, el descenso de una cumbre suele ser más peligroso que el ascenso. ¿Hay por tanto riesgos en la desescalada? ¿Qué oportunidades nos podemos plantear?

Cómo estábamos colocados, qué nos descolocó

Generalmente, cuando acontece una situación inesperada, prestamos atención a cómo nos afecta, cómo nos adaptamos, cómo tratamos de resolver los problemas que surgen, cómo nos sentimos, qué necesitamos. Sin embargo, de acuerdo con el trabajo de McWhirter (2000), cualquier situación de descoloque depende de cómo estuviéramos colocados de entrada. Es más, dependiendo de nuestro coloque, experimentaremos o no un tipo de descoloque.

En relación con un proceso de desescalada, interesa conocer cómo estamos ahora colocados, tras pasar por esta escalada del confinamiento. Y podríamos, por ejemplo, plantear diferentes posiciones actuales[1]:

  1. Esto tampoco es tan grave: Puede que nuestra actitud sea la de minimizar lo que está ocurriendo, bien a nivel de crisis de salud nacional, bien incluso a nivel de crisis económica o política. Bien simplemente a nivel personal, porque no haya hecho tambalear tu situación física, afectiva, económica, social demasiado.
  1. Seguir como si nada: Esta actitud conllevaría un intento por seguir como antes, como si no hubiera ocurrido o como si ya hubiera pasado y no fuera más que una experiencia desagradable que conviene olvidar cuanto antes. En cierta manera, minimiza la situación hasta el punto de pretender fingir que ya ha pasado.
  1. Hay que aprovechar el momento: Esta actitud enfatiza la oportunidad. Dado que se han producido cambios, ahora es posible profundizar en los cambios que necesitábamos hacer pero que nunca tuvimos ocasión de llevar a cabo. Y esto puede de nuevo plantearse a nivel nacional o a nivel personal. Es el tiempo de replantearnos por fin un cambio en nuestro sistema productivo, en la manera de enfocar la educación, en reestructurar y financiar mejor la sanidad, etc. O es el momento de seguir con este tipo de conversaciones personales íntimas que hemos conseguido entablar, o seguir realizando este tipo de actividad física o de lecturas, etc.
  1. Es la crisis colosal que estábamos esperando: Esta perspectiva interpretaría que la crisis no ha hecho más que empezar, que esto no es más que el principio de algo peor aún por venir. Del inicio de más cambios, de un cambio de paradigma social, económico, político. O de un cambio o transformación personal, de estilo de vida, de profesión.
  1. Tengo que enterarme de todo lo que pasa: Esta actitud enfatizaría la necesidad de buscar información, antes de tomar decisiones. Ante una situación de incertidumbre como la actual, ante todo es importante informarse, e incluso reflexionar en torno a la credibilidad y rigor de la información a la que accedemos.
  1. Nunca me lo imaginé…: Esta actitud o interpretación se caracterizaría por una dificultad por aceptar lo que ha ocurrido, por no encajar dentro de nuestras expectativas. Al ser tan imprevisible o inaudito, se deja en suspenso lo que está ocurriendo, pero interrumpiendo la manera de vivir que se estuviera llevando a cabo, uno queda temporalmente bloqueado, en lo que sería una situación de ‘impasse’.

Podríamos plantear más situaciones de coloque, más situaciones de partida en relación a la experiencia de confinamiento y la “escalada” que pudo suponer. Más allá de cada una de ellas, interesaría conocer cuál es la disposición personal de partida, que podría coincidir con alguna de estas seis, combinar algunas o ser complemente diferente. No obstante, considero que lo importante es detenerse y pensar cómo estábamos situados ante estos acontecimientos.

Las emociones del descoloque

Es desde dicho coloque, desde donde nos vamos a descolocar. Muchas veces no somos conscientes de esa disposición inicial, pero lo que sí resulta más sencillo identificar y notar son las emociones que sentimos cuando ocurre algo que no se ajusta a nuestras expectativas, lo que podríamos denominar “emociones del descoloque”. Estas emociones, surgen tras tratar de dar sentido a lo que experimentamos. Siguiendo un modelo propuesto por Núñez (1995), las diferentes emociones emergen en función de la dimensión personal/egoica que se esté amenazando o que consideremos que se está amenazando. A diferencia de otros modelos que trabajan con la experiencia emocional, este modelo de Núñez (1995) enfatiza que lo que sentimos depende de cómo interpretamos nuestras circunstancias. Estamos tan acostumbrados a centrarnos en lo que sentimos, que terminamos por ignorar la interpretación que posibilita eso que sentimos. Veamos dichas interpretaciones.

Tabla 1. A partir de J. V. Núñez (1995, p.50)

Si la situación del confinamiento amenaza nuestra integridad personal, lo que somos, sería entonces habitual experimentar miedo, temor. El miedo es la emoción más habitual en una situación como la que hemos vivido y estamos viviendo. El miedo a la enfermedad, a contagiarse o a contagiar, el miedo a perder nuestro estatus social, o el miedo a perder personas queridas en nuestras vidas, que nos definen o por las que nos definimos. El miedo a perder un puesto de trabajo y cambiar nuestra situación económica y cómo nos situamos socialmente. Justamente es importante darnos cuenta de que, muchas veces, es esta emoción la que se transmite por los medios de comunicación, al intensificar la sensación de amenaza con continuas imágenes de hospitales colapsados, continuas cifras de contagiados o referencias a la curva de contagios, las referencias al número de muertes, etc. El miedo suele asociarse a estímulos o amenazas que percibimos como reales, pero es fácil que se convierta en una emoción más difusa, similar a la ansiedad, si la amenaza resulta más difícil de identificar.

Si, por el contrario, lo que se ha visto amenazado ha sido no lo que somos, sino directamente lo que tenemos, porque lo hemos perdido o podemos perderlo en cualquier momento, emergería una emoción de tristeza, pena o dolor. Normalmente estaría asociado a situaciones de pérdida de personas queridas que hayan fallecido en este período. Pero también se podría haber perdido un estilo de vida, un medio de ganarse la vida, alguna posesión material relevante para nosotros. Dependiendo de la intensidad y valor de la pérdida, esta tristeza irá asociada a la experiencia de un duelo, por dicha pérdida.

Cuando se ha visto amenazada nuestra capacidad, lo que podemos hacer, experimentaremos un sentido de impotencia, tensión y ansiedad. Es la sensación al vernos vulnerables y bloqueados, por no poder o saber actuar. Pero normalmente esta impotencia no se vive esperando que otro haga lo que tiene que hacer, dejándonos cuidar o esperando que alguien resuelva la situación. En este caso concreto, sentiríamos esa tensión porque no aceptamos que no podemos hacer nada y hay un sentido de tener que poder hacer algo. De ahí surge esa tensión y ansiedad por la situación.

Si la amenaza no se centra en lo que podemos hacer, sino en lo que queremos hacer, la emoción que surgirá será de rabia, agresividad e incluso resentimiento a más largo plazo. El matiz es que la situación amenazante socava nuestra libertad personal, nuestro deseo por actuar y conseguir algo que queremos. Podemos interpretar la situación actual como una amenaza que obstaculiza nuestros deseos. Y dicho obstáculo puede ser la situación general de la pandemia, por ejemplo, o las decisiones que algunos responsables (políticos) hayan adoptado, que, en todo caso, condiciona y limita lo que queremos.

Por último, si se amenaza lo que debemos hacer o consideramos que teníamos el deber de hacer, sentiremos vergüenza, nos sentiremos culpables, o viviremos con una sensación de estar reprimidos. En esta situación de amenaza, transgredimos alguna norma personal de actuación, respecto a nosotros o respecto a los demás, por ejemplo, relacionada con la conducta de haber participado en alguna situación de riesgo que se podría haber evitado. Aunque resulta difícil saber con exactitud dónde y cuándo nos podemos haber contagiado o podemos haber contagiado a alguien, es irrelevante si pensamos que es debido a no ser suficientemente responsables o cuidadosos. De nuevo, muchas campañas de sensibilización ante la pandemia han tratado de generar esta emoción con el fin de influir en nuestra conducta. Generar culpa, como generar miedo, suele ser una buena manera de ejercer control social.

Estas emociones son las más básicas y pueden experimentarse más de una a la vez, e incluso una secuencia de las mismas, en función de cómo se estén produciendo diferentes acontecimientos y cómo los interpretemos. Por ejemplo, podría, influido por las noticias, sentir sobre todo miedo a un posible contagio y decidir salir lo menos posible, llevar mascarilla, evitar todo contacto social innecesario, lavar todo mucho más que antes, etc. Y de ahí, tras conocer que alguien querido se ha contagiado y ha fallecido, sentir un fuerte sentido de tristeza y dolor, que a su vez incrementará el miedo, dado que la amenaza de la enfermedad es algo bien concreto. Y aquí podría producirse cierto bucle.

Según Núñez (1995), hay dos emociones más complejas que surgen tras confundir dos sensaciones de amenaza: la depresión y el estrés. En la depresión confundimos lo que somos con lo que tenemos. Es como si al perder algo que poseíamos, bien sea una relación, bien un negocio, un objeto muy querido, nos perdiéramos a nosotros mismos o una parte de nosotros mismos. De ahí, que nos deprimamos. En el estrés, confundiríamos lo que somos con lo que podemos hacer. Al ver limitado lo que podemos hacer, es como si nos estuviéramos limitando a nosotros mismos, nuestra idea de quienes somos, resultando en una sensación de estrés y tensión progresivos.

Una vez más, ¿qué es lo que has sentido durante la experiencia de confinamiento, que sería parte de tu “escalada” personal?

Porque también podemos haber sentido otras emociones, que surgen más allá de un sentido de amenaza personal. Emociones disponibles cuando no nos hemos sentido amenazados, sino que, más bien, hemos acompañado la situación en vez de sentirnos amenazados por ella. Así, también podemos haber experimentado una sensación de descanso, al disminuir el grado de actividad cotidiana, llegando incluso al aburrimiento, al disponer de más tiempo del que estamos acostumbrados, o tedio, si no sabemos qué hacer con dicho tiempo. O incluso de curiosidad por saber qué puede ocurrir, curiosidad por comprender qué puede estar sucediendo, curiosidad al pensar que estamos viviendo en directo un acontecimiento histórico del que somos espectadores y protagonistas. También la sensación de aceptación, de aceptar lo que ocurre, sea lo que sea, como parte de nuestro devenir. Un sentido de compasión, de preocuparnos por los demás que han sufrido o están sufriendo. Y también un sentido de agradecimiento y reconocimiento por aquellos que nos han cuidado o que han hecho algo por nosotros en esta situación.

Estas emociones también son posibles, y podríamos haberlas experimentado exclusivamente o simultáneamente a las primeras que mencioné. Al fin y al cabo, dependerá de cómo demos sentido a las experiencias, no a las experiencias en sí.

Lo más importante es que esta situación que hemos vivido nos ha podido servir para conocernos más. ¿Qué has estado sintiendo y, más allá de esa emoción, por qué crees que lo has sentido?

La importancia del recoloque: tres grandes narrativas

Siguiendo con el modelo de McWhirter (2000), tras el descoloque, influido por cómo estábamos colocados, se produce el proceso más importante, que no es otro que un “recoloque”, una nueva disposición, un aprendizaje personal a partir de lo ocurrido, una nueva actitud desde la cual interpretar los nuevos acontecimientos que se produzcan, cuyo sentido dependerá ahora de lo aprendido en la experiencia previa. Este recoloque es importante, porque se convertirá en el siguiente “coloque” o disposición desde la cual interpretar los siguientes acontecimientos.

Coloque        Descoloque        Recoloque

Nuevo Coloque         Descoloque        Recoloque

Una manera de enfocar el recoloque consiste en preguntarnos qué historia nos estamos contando a la hora de explicar no solo lo que ha ocurrido, sino lo que pensamos que va a ocurrir. Ha sido bastante habitual oír hablar de la “nueva normalidad”, como esa fase en la que vamos a dirigirnos. Pero el sentido de esa “nueva normalidad”, subjetivamente hablando, como ejemplo de recoloque, dependerá del tipo de narrativa que construyamos. Al hilo de lo que planteaba Bruner (2012): “Deberíamos tratar de comprender mejor cómo las formas narrativas de una cultura se incorporan en nuestras maneras individuales de concebir el mundo, cómo una cultura se mantiene a sí misma, dando forma y gobernando las mentes de aquellos que viven bajo su influjo” (p.10).

Construimos un sentido de lo que ocurre en nuestras vidas, siguiendo el repertorio de narrativas disponibles en nuestra cultura. Esas narrativas son grandes relatos que nos contamos o nos hemos contado a la hora de explicar situaciones complejas. Y resulta una tarea individual, crear nuestra historia personal coherente, a partir de esos grandes relatos. Como plantea White (2004):

Siempre existen contingencias a lo largo de la vida en las que no se puede aplicar la narrativa […] dominante de un sujeto. Tiene que ser gestionada. Igualmente, hay muchos huecos en las narrativas personales. Dichos huecos son resultado de la ambigüedad e incertidumbre que aparece en toda historia. Mientras se vive, o se actúa la narrativa de uno mismo, se tienen que rellenar dichos huecos. Y siempre hay dilemas que resolver durante el desempeño de la narrativa sobre uno mismo: dilemas que emergen de las inconsistencias y contradicciones que son típicas en todas las historias. (p.41)

Podemos plantear tres grandes modelos de relato que podríamos aplicar a la hora de recolocarnos tras una escalada como la vivida (Frank, 1995; Smith y Sparkes, 2002). Dichos relatos serían un ejemplo de posible recoloque, ante el posible descoloque que hayamos vivido durante la etapa del confinamiento: son la restitución, el caos y el viaje.

El relato de la restitución suele ser habitual en contextos de salud y enfermedad o lesión. Sigue una estructura sencilla, consistente en: “hoy estoy enfermo, pero mañana volveré a estar bien, todo volverá a la normalidad”. Este relato, por tanto, presupone que tras la alteración de la normalidad (la enfermedad o cualquier otro tipo de excepcionalidad que hayamos vivido) todo vuelve al punto de partida inicial previo a la aparición de la crisis. Este tipo de historia enfatiza pruebas, tratamientos, resultados que dan esperanza para conseguir unos resultados positivos. En nuestro caso, las vacunas que supuestamente impedirán que volvamos a contagiarnos, serían un buen ejemplo de ello. El problema es que la atención está puesta en la posible solución para volver a la situación previa, no está puesta en la persona “enferma” o la persona que está pasando por esa situación de crisis. En otras palabras, los responsables del cambio son otros, solo hay que esperar lo suficiente, tener paciencia para que todo se arregle. El cambio de producirse, por tanto, es más externo que interno.

Por el contrario, el relato del caos es el opuesto a la restitución. Su argumento es más resignado, de entrada, al reconocer o plantear que la vida no va a ser como la de antes. Reconocer esto no es fácil, suele llevar tiempo, lo que también puede venir acompañado de cierta reestructuración de nuestros hábitos, prioridades en la vida, valores, decisiones. No hay un desenlace claro, más allá de esa certeza de que las cosas no van a ser como eran, por lo que es habitual un ánimo depresivo o una actitud incluso cínica, que en cierta manera impide que avancemos.

El tercer relato es el de la búsqueda. En este relato, el protagonista es la persona que ha vivido la crisis, que acepta que no puede ser quien era y se embarca en un proceso de búsqueda, de reinvención, de exploración no exento de peligros, de incertidumbre, pero también de posibles oportunidades. El regreso de Odiseo a Ítaca es la imagen paradigmática de este tipo de relato. Supone la historia de un héroe que regresa transformado por el viaje, por la exploración. Al contrario que con el relato de la restitución, lo importante aquí es el proceso de transformación personal que uno mismo (pero también un grupo, una comunidad, una sociedad) tiene que atravesar. Uno de los rasgos fundamentales de este proceso de búsqueda lo constituye tomar conciencia de quiénes somos y qué queremos. Más allá de quiénes éramos y más allá de nuestros hábitos, de nuestros valores previos, el proceso de transformación personal requiere una toma de conciencia más compleja, que nos permite comprendernos mejor a nosotros y nuestras circunstancias, comprendernos con un mayor nivel de complejidad. Por ejemplo, la película Groundhog Day, estrenada en España como Atrapado en el tiempo (Ramis, 1993), muestra bien este tipo de relato. Una persona se ve obligada a revivir una y otra vez una misma jornada de su vida, hasta que finalmente toma conciencia y comprende qué estaba haciendo mal, qué actitud ante la vida le estaba llevando hacia su propia autodestrucción. Momento en el que puede volver, ya transformado, a retomar su vida, pero ya recolocado por este aprendizaje profundo. Este tipo de transformación personal suele seguir a una experiencia de tocar fondo, también denominado en un contexto religioso o espiritual como como “kenosis” o vaciamiento personal. Uno se vacía para dejar espacio a la irrupción de algo nuevo, un cambio más complejo.

Estas tres narrativas son tres alternativas habituales en Occidente. Tres maneras de recolocarnos, de interpretar la situación en la que nos encontramos. De trazar el argumento de una posible desescalada interior. Pero a la hora de trazar dicho argumento, convendría detenerse en un proceso fundamental a la hora de dar sentido a una crisis y facilitar estos procesos de reinterpretación que estamos denominando recoloque. Si hay un proceso clave durante este tipo de desescalada interior, ese proceso es el de trascender.

Trascender: una clave a la hora de dar sentido a una crisis

De manera sencilla, podríamos definir trascender como el proceso de ir más allá. Ir más allá de donde nos encontramos. Dejar atrás una situación determinada y pasar de etapa, de fase, de período. Reconocer que algo ha concluido, aceptarlo y continuar.

Imaginemos que estamos disfrutando de una velada con amigos. Con independencia de lo bien que lo estemos pasando, llegará un momento en el que dicha velada tendrá que concluir. De no hacerlo, podríamos pasar a una situación incómoda, en la que el disfrute compartido dejaría de existir. La película “El ángel exterminador” de Buñuel (1962), podría ser un buen ejemplo de esta situación llevada a un extremo. Pero no es necesario llegar a eso. Todo proceso tiene un momento óptimo, a partir del cual inicia cierta decadencia o degeneración. Esto es fácil de detectar en procesos orgánicos como por ejemplo cocinar. Si estás cocinando un bizcocho en un horno, la masa inicial va transformándose progresivamente por el efecto del calor. Llegado un punto, alcanzará un estado óptimo, que si alargamos en exceso terminará con una masa ennegrecida e imposible de comer. Trascender, en esta metáfora, implicaría sacar en el momento oportuno dicho bizcocho.

Para trascender resulta fundamental reconocer lo que está ocurriendo momento a momento, identificar las situaciones clave. Y también aceptar que el proceso no se puede detener ni alargar. Muchas veces, esta falta de aceptación es lo que dificulta justamente los procesos de trascendencia, pasar de página en vez de revivir una experiencia una y otra vez, como el protagonista de “Atrapado en el tiempo” (Ramis, 1993).

También creo que es importante reconocer con humildad que, al final, también hacemos lo que podemos, con las situaciones que tenemos que vivir. Otro término con el que se ha denominado la humildad, en contextos religioso-espirituales, es el término “numinosidad”, el sentido de humildad que experimentamos al estar expuestos ante algo sagrado y que justamente nos facilita, como veíamos con el proceso de kenosis al que ya aludimos, un sentido de apertura al cambio.

Este proceso de trascender, de ir más allá, reconociendo lo especial de lo que se está viviendo, pero sin pretender detenerlo, aceptando que tiene que finalizar, para poder proseguir de otra manera, no está exento de paradojas. Al contrario, las paradojas son habituales cuando alguien relata una experiencia trascendente, porque es en la integración de opuestos imposibles, donde surge la posibilidad de iniciar algo nuevo.

En la siguiente cita podemos leer un ejemplo excelente de trascendencia, por medio de la aceptación del dolor que supuso, para un padre, vivir la muerte de su hijo adolescente. Procede del cantante australiano Nick Cave (2020), quien preguntado en su página web por cómo habían logrado superar la muerte de su hijo y el dolor presente en todo proceso de duelo, responde lo siguiente:

El dolor no es algo por lo que se pasa, dado que no hay otro lado. Para nosotros, el dolor se convirtió en un modo de vida, aprendimos a rendirnos ante la incertidumbre del mundo, manteniendo al mismo tiempo una postura de desafío ante su indiferencia… Nos rendimos a algo sobre lo que no teníamos control, pero nos negamos a caer derrotados. El duelo se convirtió en un acto de sumisión, pero, a la vez, de resistencia… Descubrimos que el dolor contiene algo más que desesperación, muchas cosas: felicidad, empatía, tristeza, furia, perdón, gratitud… Para nosotros, el dolor se convirtió en una actitud, un sistema de creencias, una doctrina, habitando conscientemente nuestras identidades vulnerables, protegidos y enriquecidos por la ausencia de aquello que amamos y perdimos.

Al final el dolor es una totalidad. Es lavar los platos, mirar Netflix, leer un libro, usar Zoom con amigos, estar sentado solo o incluso cambiar de lugar tus muebles…. Se nos reveló que no teníamos control sobre las situaciones, y, a medida que confrontamos nuestra impotencia, comprendimos que dicha impotencia es un tipo de libertad espiritual.

Este intenso texto sintetiza gran parte de lo que estábamos mencionando. En la primera parte se expresa muy bien esta actitud paradójica de rendición y desafío ante el dolor, de rendirse y negarse a ser derrotado, de sumisión y resistencia ante una experiencia dolorosa que termina impregnándolo todo. No se puede escapar del dolor, no se puede más que vivir y aceptar ese dolor, y es ahí donde aparece esa liberación que menciona al final, difícil de comprender en su totalidad si no se ha experimentado ese tipo de duelo tan devastador. Pero nos muestra, también, el tipo de recoloque de este autor, ante dicho acontecimiento.

Crear valor es también otra manera de trascender una situación. Como plantea Ikeda (1999), crear valor es la capacidad de dar sentido a cualquier circunstancia. Pero, más allá de ser un ejercicio intelectual, mediante dicho acto de dar sentido podemos mejorar no solo nuestra vida, sino también la de los demás. Incluir a los demás en el proceso de cambio es también otra manera de trascender; en este caso, llevar la atención a los demás en vez de a uno mismo supone también trascenderse a uno mismo. En nuestro tender hacia los demás, terminamos transformándonos a nosotros mismos.

Cuando se ha estudiado qué significa dar sentido o crear valor en nuestras vidas, se han identificado tres componentes principales: la creación de un propósito (los objetivos que queremos conseguir a largo plazo); la creación de significado, que contribuye a pensar que nuestra vida importa, que es valiosa, y por último la coherencia percibida en las experiencias vitales (Martela y Steger, 2016).

Si combinamos estas investigaciones actuales que tratan de clarificar cómo construimos valor y sentido en nuestras vidas, con los tres componentes del valor planteados por Makiguchi (beneficio, bondad y belleza), tendremos una visión aún más compleja e integrada. Para Makiguchi (1998), todo valor conlleva un beneficio, lo que coincide con la propuesta de construir un propósito en nuestra vida. Qué mayor beneficio que contribuir al propósito que nos planteemos conseguir. Además, el hecho de que exista una coherencia a la hora de integrar nuestras experiencias, nuestras decisiones, proporciona cierta belleza estética a esa manera de vivir, apreciable por uno mismo, pero también por los demás. Que, en definitiva, podría contribuir a proporcionar un tipo especial de significado en una vida buena, una vida que persigue el bien, no solo para nosotros sino también para los demás. Dar valor a nuestras vidas, por tanto, podría también facilitar el proceso de trascender nuestra situación en este momento de desescalada en el que nos encontramos.

Recientemente, se han realizado investigaciones tratando de concretar y describir cómo experimentamos estos procesos trascendentales en nuestras vidas. Cuando pensamos en una experiencia trascendente, normalmente pensamos en experiencias místicas de iluminación, experiencias cumbre que pueden llegar a generar un tipo de transformación personal muy profunda. Estas experiencias son, no obstante, extraordinarias, no suelen suceder muy a menudo, además de breves, aunque su impacto puede resultar muy duradero. Yaden (2017) ha elaborado con sus investigaciones un continuo de variedades de experiencias autotrascendentes, que transcurren desde la normalidad cotidiana hasta dichas experiencias místicas de total comunión con la totalidad[2]. No es necesario experimentar ese tipo de experiencia mística culminante para sentir las posibilidades de la autotrascendencia. Las siguientes experiencias nos van integrando progresivamente con nuestra realidad más inmediata, diluyendo una separación excesiva entre nosotros y dicha realidad.

Ejemplifiquemos esto con un famoso haiku del poeta japonés del siglo XVII Matsuo Bashō:

Cuando miro con cuidado
¡veo florecer la nazuna
junto al seto!

Una actividad tan cotidiana como puede ser contemplar una flor se puede convertir en una experiencia espiritual, que trasciende dicha cotidianeidad. Lo sagrado emergiendo inesperadamente de lo más profano. Este acto podría ser un ejemplo de experiencia de flujo, si formara parte de un proceso de jardinería con el que nos encontráramos absortos. O un pequeño ejercicio de centrar la atención en el aquí y ahora de la flor, como se haría desde el mindfulness. Igualmente, podríamos agradecer a un jardinero, a la naturaleza encontrarnos con algo hermoso o bello, o agradecer poder pararnos para contemplarlo. Más allá, podríamos detenernos en la experiencia de asombro, de la relación entre la nazuna y nosotros, de la experiencia de estar los dos vivos floreciendo. Y esta experiencia nos podría inspirar para encontrar belleza en otros lugares del paisaje, en otros lugares de nuestra vida, en conectar con ese sentido estético contemplativo. O, como el poeta, tener una experiencia mística inefable, que no podemos expresar con palabras. Una experiencia que va más allá de las palabras.

El filósofo japonés Daisetsu Teitaro Suzuki (1964), en su libro coescrito con Erich Fromm «Budismo Zen y Psiconanálisis”, comenta lo siguiente en relación con este poema:

Basho no arranca la flor. La mira simplemente. Está absorto en sus pensamientos. Siente algo en su espíritu, pero no lo expresa. Deja que un signo de admiración diga todo lo que quiere decir. Porque no tiene palabras para expresarlo; su sentimiento es demasiado pleno, demasiado profundo y no quiere conceptualizarlo. (p.11)

En este ejemplo he tratado de ejemplificar el continuo de la autotrascendencia estudiado por Yaden. Desde el mero gesto de la observación, pasando por la atención focalizada, presente en el momento preciso, agradecida y amorosa, asombrada, inspirada e incluso, por qué no, mística. Todas estas opciones están presentes para nosotros, inmanentes en cada una de nuestras actividades, solo si nos dejamos trascender.

Conclusiones

Tras explorar algunas ideas que nos puedan guiar en este proceso de desescalada, de recoloque ante lo que haya supuesto para nosotros este momento extraordinario que hemos y estamos viviendo, me gustaría finalizar con algunas conclusiones:

  1. El confinamiento tiene el potencial, al situarnos fuera del tiempo habitual, de haberse convertido en un tiempo ritual, un tiempo sagrado, fuera del tiempo profano. En este sentido es importante recordar, como plantea Chul Han (2020), que los rituales no son actividades exclusivamente individuales, sino, al contrario, también permiten generar comunidad, e incluso cohesionar a una comunidad. Por ejemplo, algo manifestado en el ritual compartido de agradecimiento a las ocho de la tarde, dedicado a todos aquellos profesionales que nos estaban cuidando.
  1. La crisis que estamos viviendo tiene una estructura similar a las muñecas rusas, en el sentido de que es una crisis, de una crisis, dentro de otra crisis. La crisis medioambiental, la crisis sanitaria, la crisis económica, la crisis política, tal vez una crisis cultural que nos haga más partícipes y conscientes a los ciudadanos de cómo funciona nuestro mundo y de nuestra responsabilidad personal y social para tratar de mejorarlo.
  1. Resulta inspirador recordar esta cita de Ikeda (2017) cuando planteaba que “Nuestra capacidad de superar dificultades se activa cuando convertimos la angustia y la preocupación en actos y determinaciones” (p.33). En sí, otro ejemplo de trascendencia. Ir más allá del miedo para responsabilizarnos ante qué podemos hacer para cambiar la situación en la que nos encontramos, empezando por tratar de comprenderla críticamente.
  1. Por último, más allá de una ética basada en principios abstractos universales como la justicia, la solidaridad, necesitamos una ética relacional, que enfatice situaciones concretas que afectan la vida de personas concretas. Una ética situada en un contexto específico que nos despierte la necesidad de cuidar los unos de los otros.

Referencias

Notas

[1] El marco temporal de este coloque era el de junio de 2020, previo al denominado proceso de desescalada de medidas, para tender a la llamada “nueva normalidad”.

[2] Véase el trabajo de Newberg (2001) para una descripción de este tipo de experiencias.

Referencias bibliográficas

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