La vida creativa:
Discurso en el Institut de France

Por Daisaku Ikeda
CUADERNOS DEL INSTITUTO IKEDA · 8


(Discurso pronunciado en la Academia de Bellas Artes del Institut de France, en París, Francia, el 14 de junio de 1989).

Daisaku Ikeda pronuncia su discurso en la Academia de Bellas Artes del Institut de France, el 14 de junio de 1989 | Foto: Seikyo

Mientras pienso en las muchas personalidades que han recorrido esta Academia, la misma que hoy descubre mis pasos, y que se han detenido en este mismo lugar desde el cual me dispongo a hablar, lo que me embarga es un senti­miento de respetuosa admiración, de asombro ante la concien­cia de lo que representa la creatividad humana. En mi necesidad de expresar lo que sentía, di forma a los siguien­tes versos:

En el lecho recóndito del mar
se extiende un manantial inmenso,
de aguas puras que fluyen sin cesar,
más anchas y azules que las de lago alguno.
Quien oye tintinear su corriente
oirá también, prodigio y asombro,
la más dulce melodía,
incesante, inextinguible,
de un cauce que surge sin pausa
desde el tiempo sin comienzo.
Allí brota el poder eterno de la vida,
dispuesto a brindarse
a quien busque su frescura
y a contagiar a quien beba de sus aguas
la fuerza nutricia y desinhibida de la creatividad.
Esta vertiente que estalla
desde el cosmos más profundo
y desde allí se derrama
al océano anchuroso de la vida,
este manantial inmenso,
mística fuente del universo,
que vuelca el gigantesco mar de la vida,
desde su lecho primordial,
deja oír, cual cuerda resonante,
la vibrante sinfonía de la historia.
Esa música sacra y solemne
¿no es acaso el ritmo interno de la humanidad,
el idioma con que se entienden
todos los hombres, todas las mujeres?
¿No percibimos, en eco sobre las olas,
las claras notas de esta sagrada melodía?
¿No distinguimos el ritmo palpitante que brota
desde la región más honda del espíritu,
desde esta profundísima,
insondable fuente de la creación?

Una fuerza integradora

El arte es la irrefrenable expresión de la espiritualidad humana. Lo es hoy y lo ha sido siempre. En cada una de las infinitas formas concretas que adopta el arte, se halla impre­sa la simbolización de la realidad trascendente. La factura de una obra de arte tiene lugar dentro de los confines espaciales, pero mediante el proceso creador, el alma del artista busca fusionarse con esa realidad suprema, que podríamos denominar «vida cósmica». Así pues, una obra de arte viviente es la vida en sí, nacida en la fusión dinámica del yo (el microcosmos) con el universo (el macrocosmos).

El arte es al espíritu lo que el pan es al cuerpo; es lo que nos permite experimentar la unión inseparable con una entidad que nos trasciende, respirar a tono con su alien­to, absorber la energía necesaria para nuestra renovación espiritual. El arte también purifica el ser interior y produce esa elevación del alma que Aristóteles llamó catarsis. ¿En qué consiste esa cualidad del arte que lo ha llamado a representar un papel tan elemental y tan perdurable en la vida humana? Creo que es el poder de integrar y de revelar la totali­dad de las cosas. En una de las primeras escenas de Fausto, Goethe (1749-1832) hace declarar, en un rapto de éxtasis, al protagonista: «Todas las cosas se funden en el todo, y cada una de ellas vive y opera en las demás».[1] Si aceptamos esta maravillosa declaración sobre la naturaleza interdependiente de todos los seres, en tal caso el arte pasa a ser la modalidad ele­mental mediante la cual los individuos descubren sus víncu­los con los semejantes, con la naturaleza y con el universo.

Se trate de un poema, una pintura o una obra musical, cualquier joya de la expresión artística consigue estremecer en nosotros un impulso inefable que nos transporta allende lo empírico y nos deja compartir la experiencia con otros, mien­tras que nos confirma su realidad. La fuerza integradora del arte opera en los seres vivientes abriendo la ruta por la cual lo finito se torna infinito, y la experiencia real y específica adquiere un significado universal. La reli­gión siempre ha actuado a través del arte para afirmar la identidad con lo universal, como puede apreciarse en el entrelazamiento del arte y del ritual religioso en la dramaturgia antigua. La ensayista inglesa Jane E. Harrison escribe: «Desde el comienzo, es un mismo y único impulso el que lleva al ser humano a la iglesia y al teatro».[2]

Según una anécdota que llegó a mis oídos, un actor japo­nés sintió ese impulso cuando, años atrás, debió hacer un viaje a Europa. Al cabo de su visita al Museo del Louvre, luego de ver numerosas obras maestras del arte occidental, alguien le preguntó cuál era su opinión. Y su primer comentario fue: «¡Todo es tan cristiano!». Esta reacción, aunque exagerada, refleja la auténtica sorpresa de comprobar hasta qué punto el espíritu del arte occidental se había visto nutrido por la tradición de la cristiandad. Observar cuán «cristiano» resultaba el arte acaso haya sido la forma en que este visitante oriental, sumergido en el panteón del arte de Occidente, intentó expre­sar su contacto con la realidad suprema que allí palpitaba. Las catedrales de Notre Dame y de Chartres, cumbres arquitec­tónicas de la cosmovisión medieval cristiana, corporificaron la portentosa fuerza del arte para integrar la realidad tempo­ral con la realidad suprema. En la Edad Media, el arte era la religión, y la religión era el arte, y en la fusión entre ambos, el ser humano transitó su apasionada búsqueda de una vida más plena.

Un espacio que conecta

Si comparamos la tradición religiosa del Japón con el riguroso monoteísmo cristiano, aquella resulta difusa e inde­finida en muchos terrenos. No obstante, en la religiosidad japonesa existe una poderosa dimensión estética que entabla vínculos con lo universal. El escritor francés André Malraux, uno de los grandes intelectos del mundo de la posguerra, supo comprender este fenómeno. Vio la estética tradicional del Japón en sus diferencias con Occidente, y la denominó «reali­dad interna». Como esta expresión deja entender, Malraux percibió claramente la motivación religiosa que subyace en la percepción japonesa de la unión o comunidad entre la naturale­za y el universo. Antes que él, otro intelectual francés, Paul Claudel, había comparado la estética de Occidente con la del Japón, para concluir que a esta última le ocupaba más fusionarse con la natu­raleza que dominarla. Cabe decir, entonces, que lo que impreg­na toda la cultura japonesa es la inclinación a ir en busca de la totalidad, en forma consciente o inadvertida.

En los últimos tiempos, especialmente desde que la moder­nización ganó espacio entre nosotros, se ha ido desvaneciendo esta fuerza integradora que otrora supo impregnar el arte y la religión, tanto en el mundo oriental como en el de Occiden­te. Desde fines del siglo XIX, la sociedad viene oyendo voces de advertencia de personas con la suficiente lucidez para advertir lo que se está gestando. No voy a repetirlas aquí, pero, sí, quiero recordar que cuando los seres humanos cortan sus vínculos con la naturaleza y el universo, también dejan marchitar y morir los lazos recíprocos que los unen con sus semejantes. La consecuencia es que el individuo termina aislándo­se en su soledad; y lo peor de todo es que, a fuerza de naturalizarse, la situación deja de ser vista como un problema.

A medida que hemos ido internándonos en la modernidad, el medio ambiente del arte también ha sufrido notables transformacio­nes. Pensemos en el teatro contemporáneo, comparado con el drama griego de la época clásica, cuando el público, reunido en el anfiteatro que circundaba el escenario, a menudo parti­cipaba con mayor entusiasmo que los actores. Hoy, cuando un artista solitario enfrenta la hoja en blanco o la tela al desnudo, ¿cómo puede conectarse con el público desconocido? Por talentoso que sea, el ambiente actual no le ofrece demasiado terreno para el encuentro recíproco, ni una comunidad orgánica de intere­ses donde la fuerza integradora del arte pueda obrar para vincularnos con la realidad trascendente.

Algunos buscan rescatar una vitalidad prehistórica, moribunda, en su afán de redescubrir la solidez resistente de los pueblos antiguos. Otros sueñan con una naturaleza en bruto, indómita, a salvo de las restricciones de la moderniza­ción. La lucha por restituir la totalidad adopta muchas for­mas. Por otro lado, desde fines del siglo pasado, parecería que los problemas característicos de cada era han dado lugar al surgimiento de una galaxia de astros que pasan a nuestro lado en un opulento desfile de mentes brillantes. Hoy, la libertad y la diversidad artística están más a nuestro alcance que nunca, y, sin embargo, diría que en la misma medida vemos debilitarse la capacidad de trascender lo visible y de penetrar en los niveles más profundos de la realidad, mientras se marchita y reseca el deseo de sanar el espíritu desvinculado de sus semejantes.

Conectados con la totalidad

Esta idea de la integración aparece en el término budista kechi-en (que, literalmente, significa «sumarse» a un «víncu­lo», pero denota la relación causal o función que conecta la vida con su ambiente). El concepto surge de la teoría del origen dependiente, importante construcción filosófica en el budismo desde los tiempos de Shakyamuni. Dicho paradigma sostiene que todos los fenómenos, sociales o naturales, son el resultado de sus vínculos con otros fenóme­nos. Nada existe en aislamiento total; todo mantiene una estrecha interrelación. Por lo general, pensamos las interac­ciones desde el punto de vista espacial, pero el concepto budista es multidimensional e incluye la dimensión del tiem­po. En el origen de la conciencia estética japonesa que atrajo la atención de Malraux y de Claudel, referida a la empatía y a la convivencia con la naturaleza, existe un animismo primiti­vo, pero, más aún, un enfoque arraigado en el concepto budista del origen dependiente.

Ciertas formas tradicionales del arte, como la ceremonia del té, los arreglos florales, la jardinería típica, o los biombos o las puertas corredizas, no fueron concebidas como fines en sí mismas o como elementos dotados de valor intrínse­co. Su plena significación se revela solo cuando dichos obje­tos se emplazan en un «espacio» situado en el corazón de la vida común y cotidiana. Su valor depende de la cone­xión que establecen con el espacio circundante, llamada kechi-en. Ciertas formas tradicionales de la poesía japonesa, como el renga (estrofas ligadas) o el haiku, no podrían haber cobrado vida sin un espacio donde muchas personas pudieran reunirse y, literalmen­te, entablar relaciones con el lugar, con sí mismos y con los versos.

En el budismo Mahāyāna, el concepto de kū, que a veces se ha traducido como «vacío» o «vacuidad», describe la realidad de todas las cosas como derivación de ese kechi-en. Aún hoy existe la tendencia a relacionar la idea de con la nada. En parte, esto es responsabilidad del budismo y, en especial, de las enseñanzas del Hīnayāna. Estas últimas doctrinas alientan una suerte de nihilismo, a través de exponer que se llega a la ilumina­ción negando los valores mundanos. El budismo Mahāyāna sitúa el concepto de en un marco muy distinto de esta comprensión estática y nihilista; por el contrario, la realidad es vista como un fluir constante, es decir, como la corriente dinámica de la vida en sí. A decir verdad, la filosofía de Henri Bergson, que plantea la realidad en la continuidad de los fenómenos, más que en su carácter eterno, se encuentra más cerca del ideal mahayánico que el budismo Hīnayāna.

Yo llamo «vida creativa» al dinamismo que palpita sin cesar en la idea de expuesta por el budismo Mahāyāna. La vida creativa se consagra íntegramente a trascender el yo individual, yendo siempre más allá de los límites del espacio y del tiempo, y avanzando hacia la búsqueda de un yo universal. La vida creativa cada día conquista un hito nuevo, cada día experimenta la autorrenova­ción, siempre en sintonía con el ritmo primigenio del univer­so. Al hacerlo, genera una transformación completa. Hace diez años se publicó el diálogo que mantuve con René Huyghe, de la Académie Française. Allí, Huyghe llega hasta el corazón del budismo Mahāyāna, cuando describe su esencia como «vida espiritual» por medio de estas palabras: «[Estamos] ligados al universo en su totalidad […y somos] solidarios de la acción creadora del futuro hacia el cual se encamina el universo».[3]

El sutra de este mundo

El Sutra del loto, raíz de la enseñanza del Mahāyāna, describe el dinamismo de la vida creativa de muchísimas for­mas para facilitar una amplia comprensión de su significado. En un sentido, la vida creativa carece de los límites que imponen el tiempo y el espacio; es libre de expandirse y crecer. A la vez, con toda esta vastedad, la vida creativa se encuentra contenida en un solo momento, en cada instante vital de un individuo. La primera parte del Sutra del loto explica que todos los fenómenos son regidos por una Ley fundamental (o realidad esencial del universo). Cuando llegamos a percibir esta Ley y nuestra vida como una entidad inseparable, podemos reconocer que en nuestra vida se encuentran condensados todos los fenómenos y que, al mismo tiempo, ella impregna el universo. En la última parte del sutra, se revela que el Buda no tiene comienzo ni fin, pero lo que se está exponiendo, en realidad, es la naturaleza eterna de la vida misma. Más aún, el pasado y el futuro están contenidos en el momento actual (ya que el presente es el efecto de la causa pasada y la causa del efecto futuro). Como totalidad, el Sutra del loto elucida el dinamismo de la vida creativa, que, ajena a todo límite o restricción, existe liberada de los grilletes del tiempo y el espacio.

En el nivel de la actividad cotidiana, la vida creativa nos impulsa a la búsqueda desinhibida de la autoperfección. Lo que diferencia al Sutra del loto de todas las demás escri­turas es su foco inmediato; sitúa la conquista del «camino del bodisatva» aquí y ahora, en este mundo terrenal sembrado de conflictos. Nos anima a elevarnos, a trascender la dimensión de nuestro yo inferior, para afirmar el yo universal en el lugar donde nos encontramos, en medio de nuestra prosaica realidad.

El Sutra del loto abunda en imágenes pintorescas y lite­rarias, cargadas de fuerza dramática. La parte intermedia con­tiene una descripción de la Ceremonia en el Aire. Durante su transcurso, irrumpe en el cielo una colosal Torre de los Tesoros, ornamentada con siete clases de metales preciosos y gemas (oro, plata, lapislázuli y perlas). Suspen­dida majestuosamente en el universo, simboliza la grandeza y la dignidad de la vida. El capítulo «Duración de la vida de El Que Así Llega» describe al mundo en paz como una tierra colmada de diversos seres:

Esta, mi tierra, permanece a salvo y en calma, siempre colmada de seres humanos y celestiales. Variadas clases de gemas adornan sus recámaras y pabellones, sus jardines y bosques. Hay árboles enjoyados, henchidos de flores y de frutos, bajo los cuales, plácidos, gozan los seres vivos. Las deidades baten tambores celestiales, e interpretan sin pausa música de diversas clases. Llueven flores de mandarava que se esparcen sobre el Buda y sobre la gran asamblea.[4]

Esta pugna de imágenes pictóricas, poéticas y musicales no tiene otro fin que el de evocar un mundo realmente maravilloso. Hay ocasiones en que el arte y la religión se enfrentan de un modo antagónico, pero, en el Sutra del loto, ambas armo­nizan y se complementan de la forma más perfecta.

La metáfora de la danza

Según el Sutra del loto, el despliegue de la vida creati­va abarca los tres planos de la vida humana; para decirlo en términos de Kierkegaard, cubre las dimensiones religiosa, ética y estética. Juntas, forman un todo, una corriente cósmica y diná­mica que, en un proceso sostenido de refinamiento y subli­mación, evoca la imagen de un trompo polícromo que gira cada vez a mayor velocidad, hasta que, por fin, todos los colores se funden en una única tonalidad de belleza sobrecogedora. Hay un fragmento que capta la esencia del Sutra del loto con sencillez y belleza ejemplares:

Aunque no sean el honorable Mahakashyapa, deberían estar todos bailando. Aunque no sean Shāriputra, deberían estar brincando y danzando. Cuando el bodisatva Prácticas Superiores irrumpió de la tierra, ¿acaso no lo hizo bailando…?[5]

Mahākāshyapa y Shāriputra, símbolos vivientes de la inteligencia, se contaban entre los discípulos más prominentes de Shakyamuni. En este fragmento, la danza es metáfora de la alegría que sintieron cuando escucharon las enseñanzas del Sutra del loto. Lo que proyectaban era el júbilo de vivir que uno experimenta cuando abarca la realidad suprema del universo y encarna el valor más elevado de la existencia humana. Prácticas Superiores era quien encabezaba la multitud incontable de bodisatvas que Shakyamuni convocó desde lo profundo de la Tierra cuando expuso el Sutra del loto, y a quienes se les encomendó la propagación de la Ley budista en la época posterior a la muerte de Shakyamuni.

«Saltar de alegría», «echarse a bailar», «irrumpir a brincos» son potentes imágenes artísticas henchidas de simbo­lismo, que sugieren la energía y la vitalidad pujante de los bodisatvas al surgir la tierra. Transmiten, todas ellas, el dinamismo vibrante de la vida creativa. Cuando empleo la palabra «símbolo», pienso en la brillante tradición del simbolismo en la literatura francesa. En el Sutra del loto, leído como saga del ciclo vital que despliega un individuo, la metáfora de la danza no apunta tanto a proyectar una imagen concreta, como a simbolizar lo sublime de la vida creativa. La secuencia de una ola tras otra de bodisatvas que irrumpen a brincos desde lo profundo de la tierra representa la dicha suprema del profundo desafío humano, empeñado en lograr la armonía con la Ley fundamental del universo, y representa también la plenitud que brinda el esfuerzo permanente por contribuir a la sociedad.

La simple belleza de la danza como metáfora trae a mi mente una reflexión de Paul Valéry (1871-1945), en uno de los diálogos que integran El alma y la danza. Allí, pone en boca de Sócrates (c. 470–399 a. C.), que contempla a una danzarina:

…mientras que esta exaltación vibrante de la vida y esta supremacía de la tensión, y este vérti­go de la máxima agilidad posible en el ser humano, tienen la virtud y la potencia del fuego a plena llama, ¿no parece que se consumen en él las mise­rias, las aflicciones, la necedad y la carga monóto­na de la existencia, para tornarse frente a nuestros ojos la fúlgida luz de lo que hay de divino en una mujer mortal?[6]

El fragmento de Valéry pertenece a un género muy diferen­te del que cultiva el citado sutra budista. Y, sin embargo, ambos emplean la metáfora de la danza para verter en palabras la inexpresable pureza del movimiento y para conjurar en imágenes la naturaleza divina del arte.

Una revolución espiritual

Vivimos en una época de cambios y de dificultades sin parangón. En tiempos como este, las personas vuelven la mirada hacia el interior; es lo que está sucediendo actualmente. Valéry, obsesionado por el estampido de botas que sacudían el territorio francés y el resto de Europa al término de su vida, trató de promover una «liga espiri­tual» de personas dedicadas a metas nobles y elevadas. André Malraux también detectó señales certeras de una revolución espiritual que tendría lugar en la próxima centuria. Ambos vislumbraron el resplandor de lo que hemos denominado vida creativa, esa fuerza que busca crecer y florecer en un movi­miento articulado. A través de la revolución humana interior, la vida creativa surgirá hacia la superficie, impulsada por la urgente búsqueda de la realidad última que palpita detrás de esa «liga espiritual» y de esa «revolución del espíritu» a las que he aludido. Creo que este es el origen de la energía que anima todas las actividades; en especial, las artís­ticas.

Quisiera concluir mis palabras con otro poema, esta vez compuesto en honor al arte.

¡Oh, Arte,
luz eterna,
impronta inmortal de las civilizaciones!
¡Himno a la vida, a la libertad,
canto a la dicha y a la creación!
¡Oración intensa,
profunda armonía con la realidad fundamental!
Foro de amistad,
donde millones de seres
se suman, se sonríen, se saludan.
Un hombre de letras de Occidente declaró:
«El Este es el Este, y el Oeste es el Oeste.
Pero cuando ambos colosos se encuentren,
ya no habrá fronteras ni nacionalidades».
Mientras, en el Levante, escribía un gran poeta:
«El Oriente y Occidente deben desposarse
en el altar de la humanidad».
Y aquí está el Arte,
que invita al alma, tendida la mano,
hacia un bosque de calma y de sosiego,
hacia un jardín donde la imaginación
atraviesa disparada el firmamento,
para invitarla al noble estrado de la sabiduría
y guiarla, por fin, hacia el lejano horizonte
de la civilización universal.


Notas

[1] Goethe, Johann W. von: Faust, A Tragedy (La tragedia de Fausto), trad. ingl. Bayard Taylor, Nueva York: The Modern Library, 1967, págs. 17-18.

[2] Harrison, Jane Ellen: Ancient Art and Ritual (El arte y el ritual en la Antigüedad), Oxford: Oxford University Press, 1951, pág. 9.

[3] Huyghe, René y Daisaku Ikeda: La noche anuncia la aurora, trad. Alberto Luis Bixio, Buenos Aires: Emecé Editores, 1985, pág. 231.

[4] El Sutra del loto, trad. Paula Tizzano, Barcelona: Editorial Herder, 2012, pág. 229.

[5] Nichiren: El gran mal y el gran bien, en Los escritos de Nichiren Daishonin, trad. Comité de Traducción del Gosho, Tokio: Soka Gakkai, 2008, pág. 1165. Disponible en línea en: https://www.nichirenlibrary.org/es/wnd-1/Content/168. Fecha de acceso: 7 de agosto de 2020.

[6] Valéry, Paul: «Dance and the Soul» (El alma y la danza), en Paul Valéry: An Anthology (Antología de Paul Valéry), edit. ingl. Jackson Mathews, Princeton: Princeton University Press, 1977, pág. 299.

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