Por Ana Belén García-Varela1 y Alejandro Iborra2
CUADERNOS DEL INSTITUTO IKEDA · 3 · Jun. 2021
RESUMEN: En este artículo se analizan las claves sobre la generatividad desde el punto de vista de la filosofía del humanismo budista de Daisaku Ikeda. Para ello, se conecta la tradición psicológica que analiza el ámbito de la generatividad con conceptos como la revolución humana. Es a través de la revolución de un individuo como podemos llegar a transformar nuestra sociedad para hacerla sensible a las injusticias sociales y el cuidado del medio ambiente. Este es el legado que Ikeda nos transmite para poder construir una sociedad generativa enfocada a la construcción de la paz y el respeto a nuestro planeta. A través de este legado podemos conectar con nuestra responsabilidad hacia las nuevas generaciones para desarrollar una postura realmente generativa.
PALABRAS CLAVE: Generatividad, revolución humana, legado, creación de valor, karma, propósito.
ABSTRACT: This article analyses the keys to generativity from the point of view of Daisaku Ikeda’s philosophy of Buddhist humanism. For this, the psychological tradition that analyses the field of generativity is connected with concepts such as the human revolution. It is through the revolution of an individual that we can transform our society to make it sensitive to social injustices and care for the environment. This is the legacy that Ikeda transmits to us in order to build a generative society focused on building peace and respect for our planet. Through this legacy we can connect with our responsibility towards the new generations to develop a truly generative posture.
KEYWORDS: Generativity, human revolution, legacy, value creation, karma, purpose.
1. Introducción
El concepto generatividad fue introducido por Erikson el siglo pasado como “la preocupación por establecer y guiar a la nueva generación” (Erikson, 1970, p. 240) dentro de su análisis evolutivo como una muestra de madurez psicosocial en la edad adulta. Erikson definía ocho estadios del desarrollo a través de los cuales va transitando la persona dentro de la búsqueda personal por el sentido de la vida.
En este séptimo estadio del desarrollo psicosocial, se da la dicotomía entre generatividad y estancamiento, de forma que la generatividad es fundamental para poder construir un sentido de integridad en la última etapa de la vida (Erikson, 2000). Por tanto, una falta de desarrollo generativo, según Erikson (1970) supone para la persona un estancamiento y empobrecimiento personal.
Estadio | Edad |
Confianza vs Desconfianza | Nacimiento – 18 meses |
Autonomía vs Vergüenza y duda | 18 meses – 3 años |
Iniciativa vs Culpa | 3 – 5 años |
Laboriosidad vs Inferioridad | 6 – 12 años |
Exploración de la identidad vs Difusión de identidad | 12 – 20 años |
Intimidad vs Aislamiento | 20 – 40 años |
Generatividad vs Estancamiento | 40 – 60 años |
Integridad del yo vs Desesperación | De los 60 años en adelante |
En este proceso de desarrollo psicosocial que nos propone Erikson “solo en el individuo que en alguna forma ha cuidado de cosas y personas y se ha adaptado a los triunfos y las desilusiones inherentes al hecho de ser el generador de otros seres humanos o el generador de productos e ideas, puede madurar gradualmente en fruto de estas siete etapas” (Erikson, 1970, p. 241). Por tanto, el ejercicio generativo puede darse en diferentes facetas como puede ser la crianza de los hijos, el cuidado de personas dependientes, la formación de las futuras generaciones, el desarrollo profesional o el comunitario a través del compromiso social y la implicación cívica y política. Según Villar (2012, p. 45) el ejercicio generativo “implica contribuir al bien común de los entornos en los que las personas participan (la familia, la empresa, la comunidad, etc.), para reforzar y enriquecer las instituciones sociales, asegurar la continuidad entre generaciones o plantear mejoras sociales”.
Los estudios posteriores de Kotre (1984) plantean que la motivación principal para ser generativo surge del interés personal por mirar hacia el futuro, enfocándose en un planteamiento más trascendente pues se refiere a lo que se puede aportar a las generaciones jóvenes incluso después de la muerte. La teoría de Kotre además no considera que la generatividad sea siempre positiva, sino que plantea que una persona puede también traspasar valores y creencias dañinas a las nuevas generaciones (Sandoval-Obando y Zacarés, 2020). Esto dependerá de la visión que cada persona tenga de la vida y de lo que quiera dejar como legado a los demás.
Frente a estos modelos que se centran en el estudio evolutivo de la persona, McAdams y St. Aubin (1992) plantean que la generatividad es multifacética y no está vinculada solo al desarrollo individual sino también a la influencia de su contexto social (Zacarés y Serra, 2011). Así, estudia los condicionamientos culturales como, por ejemplo, las expectativas sociales que están influyendo en el deseo generativo. Por ejemplo, lo que la sociedad espera de mí por ser mujer, venir de cierto grupo social, haber crecido en una familia determinada, etc. va a condicionar mi deseo generativo. Por concretar más, es lo que ocurre, por ejemplo, cuando socialmente se espera que una pareja tenga hijos sin plantearse que esta es tan solo una de las opciones que pueden elegir y que no necesariamente pueden querer tenerlos. Por otro lado, cada persona cuenta con un deseo interno, una motivación por aportar algo al avance y mejora de la humanidad en las generaciones futuras, y una necesidad de sentirse necesitado por otros que favorecerá que genere vínculos afectivos. Ese deseo interno, junto a la demanda cultural, favorecerán que se construya un interés por las nuevas generaciones basado en la creencia en la bondad y valor del ser humano. Esto nos llevará a un compromiso generativo que supone asumir responsabilidades hacia la nueva generación y nos mueve a una acción generativa. “El interés puede acabar traduciéndose en un compromiso generativo, que se demuestra a través de metas y decisiones individuales en las que se asume una responsabilidad hacia la siguiente generación” (Sandoval-Obando y Zacarés, 2020, p. 195). Desde estos planteamientos, la generatividad incluye el contexto de la persona, sus deseos, sus valores, la propia acción generativa y la narración que haga de ella (Sánchez, 2021).
Desde la psicología evolutiva existe controversia sobre si el ejercicio generativo se puede desarrollar en diferentes momentos del ciclo vital. Frente al planteamiento de Erikson que hablaba de un estadio del desarrollo psicosocial alrededor de los 40 años de edad en el que se construye esa acción generativa, otros estudios plantean que se pueden llevar a cabo actividades generativas mucho antes. Estudios como los de Kim et al. (2017) exponen la generatividad como la experiencia humana de promover y contribuir a las vidas de otros y de uno mismo sin estar asociado a un momento vital, sino como una forma de crecimiento personal que se puede dar en diferentes etapas de la vida más conectado con la felicidad eudaimónica de Aristóteles.
A continuación, vamos a ver cómo conecta esta teoría sobre la generatividad con la filosofía del humanismo budista de Daisaku Ikeda.
2. Revolución humana
La filosofía de Daisaku Ikeda se fundamenta en las enseñanzas del monje budista Nichiren Daishonin (1222-1282) que dieron lugar a la doctrina de Nichiren. A partir de este enfoque budista, Ikeda plantea una filosofía basada en el desarrollo humano y el compromiso social para construir la paz. Tres pilares importantes de su filosofía son el enfoque del “humanismo budista”, el diálogo para llegar a una comprensión profunda de otras personas, y la revolución humana como una transformación personal que permitirá el cambio en la sociedad. De este modo, su planteamiento filosófico del budismo nos habla del potencial ilimitado de las personas para transformar la realidad y nuestra sociedad en un mundo donde podamos convivir en armonía.
Desde el budismo Nichiren, la revolución humana consiste en poder mirar más allá de las preocupaciones inmediatas. Es decir, como individuos que vivimos en un mundo complejo, debemos ser capaces de enfocar nuestras acciones a mejorar nuestra vida y las de los demás. En este sentido, se trata de dedicarnos a algo más elevado y más amplio que trasciende nuestro pequeño mundo personal. Así, supone comenzar a preguntarnos: ¿Qué podemos aportar a nuestro contexto? ¿Qué valor podemos crear en el lugar en el que vivimos o donde nos encontramos?
En este sentido, el concepto de revolución humana tiene mucho en común con ese movimiento generativo del que hemos estado hablando en el apartado anterior. La revolución humana de un individuo supone la transformación de su mundo interior para transformar su contexto, superar sus dificultades y poder apoyar a otras personas. A través de este proceso de transformación interior, podemos hacernos conscientes del valor supremo de nuestra propia vida. De este modo, el cambio interno surge de la superación de las circunstancias cotidianas de forma que creamos valor en nuestra vida. Como nos dice Ikeda, “entonces, inspirado por el descubrimiento de su propia dignidad, transforma la sociedad a partir de su cambio interior” (Ikeda, 2020, p. 109). Así, cuando asumimos nuestro cambio interior estamos iniciando el cambio de nuestro contexto, estamos dando paso a una transformación que va mucho más allá de nosotros y que llega a generar un proceso de cambio en la sociedad.
Las dificultades que nos vamos encontrando a lo largo de nuestra vida pueden convertirse en oportunidades de crecimiento o de estancamiento dependiendo de la actitud con las que se asuman. Si vivimos esos desafíos que nos llegan como una oportunidad para poder seguir creciendo y aportando algo valioso a nuestro entorno, estaremos comenzando el desarrollo de nuestra revolución humana. Si, por el contrario, nos dejamos llevar por las circunstancias o no nos atrevemos a dar el paso para asumir los retos que se nos presenten, estaremos cayendo en ese estancamiento del que nos hablaba Erickson. Por tanto, la actitud que adoptemos ante las situaciones condicionará en gran medida nuestra capacidad para afrontarlas.
Para poder desarrollar ese proceso de revolución humana, es necesario abordar los desafíos con determinación sin dejarnos desanimar por las limitaciones que nosotros mismos nos ponemos. Esa actitud además podrá inspirar a otras personas que se encuentren en una situación similar, y que se sientan alentadas por esa experiencia de superación.
Ikeda nos dice que “la revolución humana no es algo especial o fuera de lo común” (Ikeda, 1999). Se trata de tomar conciencia dentro de nuestras propias circunstancias y adoptar esa actitud de cambio interior. Así, por ejemplo, desde un niño que toma conciencia de la necesidad de esforzarse y decide ponerse a estudiar en lugar de hacer cualquier otra cosa porque reconoce que es algo importante para su futuro, es ya un paso adelante hacia la revolución humana. O una persona que ante un problema que se le está presentando se para a pensar que necesita cambiar su postura o tomar una decisión que parte de sí mismo en lugar de culpar a su contexto de lo que le ocurre, también está avanzando en su revolución humana. Cuando, por ejemplo, tenemos un conflicto con una persona y afrontamos esa situación desde nuestro cambio interior, desde entender al otro, en lugar de culparle por nuestros conflictos, es también afrontar nuestra revolución humana. Cuando dejamos de quejarnos de nuestras circunstancias como, por ejemplo, que no nos gusta nuestro trabajo o, incluso, que no lo tenemos, y adoptamos la postura de crear valor en el lugar en el que estamos, también generamos nuevas causas hacia nuestra revolución humana y propiciamos un cambio en nuestro contexto. Podríamos seguir poniendo ejemplos sobre ello, dependiendo de las situaciones que viva cada persona, por eso, esta revolución parte de uno mismo y de su forma de seguir avanzando de forma comprometida para llegar a ser coherentes con nuestros propios valores e ideales de conducta.
En este sentido, Ikeda nos explica: «revolucionar significa dar vuelta, e implica un cambio rotundo y drástico. El cambio gradual que uno tiene con el curso de los años, a medida que madura y crece, es parte de la evolución natural de la vida. Pero la revolución humana ocurre cuando uno trasciende el ritmo normal del crecimiento y experimenta un cambio transformacional, cualitativo. El proceso de la revolución humana se caracteriza por una mejoría marcada y sostenida, que nos permite seguir creciendo y desarrollarnos durante toda la vida e, incluso, la eternidad” (Ikeda, 1997). En sus palabras, podemos ver la confianza plena que Ikeda muestra en el potencial del ser humano, basado en la capacidad de autosuperación y crecimiento personal. Este cambio personal no está enfocado a conseguir fama, títulos académicos o dinero como atributos externos que puedan adornar nuestra vida. Se trata de ir construyendo nuestro camino de forma que podamos desarrollar todo nuestro potencial. En esta línea, autores como Brinckmann (2017) plantean que al vivir nuestra vida vamos generando posibilidades que, como tales, pueden actuarse, actualizarse y revisarse. Vivir implica ser conscientes de las posibilidades que generamos y que se generan en la interacción con nuestro entorno. Para Ikeda, el triunfo en la vida de una persona está conectado con un objetivo más profundo, con el desafío de crear valor en nuestro contexto desde un punto de vista generativo.
De este modo, Daisaku Ikeda nos habla de la revolución humana como la transformación que podemos hacer en nuestra propia vida para cambiar nuestro contexto y generar una repercusión positiva en nuestra sociedad. Por ello, la revolución humana supone un cambio de postura consciente que nos lleva a esforzarnos por ir “más allá del mundo cotidiano, restringido y pequeño, para tratar de abarcar algo más elevado, más profundo y universal” (Ikeda, 1997). Este cambio personal, según Ikeda, está influido por factores como nuestra propia personalidad, nuestras costumbres, la familia en la que crecemos, etc. Pero independientemente de esas circunstancias, podemos decidir actuar de una manera más consciente para construir una sociedad más solidaria desarrollando nuestra revolución humana. Y solo cuando esto ocurra, “cuando ese nivel de solidaridad se expanda desde la vida individual hasta el orden de la familia, la nación y el mundo, entonces surgirá una revolución no violenta sin precedentes, orientada a la paz” (Ikeda, 1997).
3. Nuestro tránsito a través de los diez estados de vida
En nuestro proceso de cambio personal, intentando superar los retos que nos plantea la vida, Ikeda nos dice que influyen diversos factores. Esto podemos comprenderlo mejor atendiendo al planteamiento de los estados de vida. A lo largo del día nuestro estado de vida va cambiando, transitando entre diez diferentes “estados” internos que condicionan la manera en que afrontamos las situaciones que nos vamos encontrando.
En el Sutra del loto se describe que las personas poseemos inherentemente todos los estados y vamos transitando por ellos influidos por nuestras tendencias, de forma que en cualquier momento podemos situarnos en cualquiera de ellos. Enseñanzas budistas anteriores, decían que nacíamos en un estado de vida más o menos elevado dependiendo de las acciones que se habían acumulado, pero el Sutra del loto plantea que cualquier persona puede acceder al estado de Budeidad en cualquier momento.
Desde el budismo Nichiren, cada individuo posee diez estados de vida a través de los que vamos transitando y desde los cuales vamos actuando nuestra existencia y que vamos a describir a continuación:
El primero de los estados es el infierno y, por tanto, es el estado que implica un mayor sufrimiento, pues la persona siente como si no tuviera salida a esa situación. Tan solo “el hecho de vivir es doloroso de por sí; todo lo que se ve acentúa esa desdicha” (Ikeda, 2015, p. 122). Aspectos como el odio o la ira son propios de este estado y nos pueden llevar incluso a hacernos daño. Desde este estado de vida sentimos sufrimiento, angustia o rabia por nosotros mismos al vernos incapaces de resolver la situación que estamos viviendo. Pero desde el estudio de los estados, la dificultad no está en la circunstancia que estamos viviendo, sino en el estado desde el que la enfrentamos.
El segundo de los estados es el de hambre o de entidades hambrientas. “El hambre es un estado gobernado por el apetito insaciable de comida, dinero, placer, poder, reconocimiento o fama. La vida en esta condición nunca se siente satisfecha de verdad. […] Vivir en él es vivir una esclavitud de los deseos, que impide sentir libertad interior y produce sufrimiento” (Ikeda, 2015, p. 124). Los deseos son inherentes al hecho de vivir, aunque a veces pueden estar potenciados por la sociedad materialista en la que vivimos. Pero desde el budismo Nichiren, los deseos pueden ser también la energía que nos motive a superarnos. El deseo de vivir, de sanar de una enfermedad, de mejorar en nuestro trabajo, etc. puede movernos a desarrollar nuestro cambio interior. Pero cuando estamos inmersos en un estado de hambre no utilizamos ese deseo para crear valor, sino que vivimos a merced de ellos.
El tercero de los estados es el de animalidad o estado de los animales. Desde este estado, la persona actúa desde el temor a los poderosos y el desprecio a los que siente más débiles pudiendo llegar a aprovecharse de ellos. “Cuando las personas no tienen un sólido parámetro para juzgar el bien y el mal, cuando carecen de una firme base ética o moral, actúan instintivamente y sin pudor. Podríamos decir que quienes están en este estado, siendo humanos, han extraviado su humanidad” (Ikeda, 2015, p. 125).
El cuarto estado es conocido con el nombre de ira o de los asuras. Se trata de un estado de vida basado en la arrogancia, pues bajo este estado las personas se sienten superiores a los demás y todos sus esfuerzos se encaminan a mantener esa imagen. Pueden incluso actuar con una simulada bondad para no revelar sus verdaderos sentimientos con lo que no suelen expresarse de forma honesta. En apariencia pueden parecer personas de grandes virtudes y benevolencia, hasta el punto de llegar a creerse mejores personas que los demás. “Se caracteriza por la perversidad y por una inclinación servil y retorcida, como la de quien esconde sus verdaderos sentimientos y hace alarde de una falsa lealtad. Este estado, dominado por el pequeño yo, a veces es llamado “mundo de la animosidad”, porque está marcado por una agresividad persistente, aunque no necesariamente abierta” (Ikeda, 2015, p. 125).
Estos primeros cuatros estados son los denominados “cuatro malos caminos” entre los que podemos transitar. A continuación, veremos cómo entramos en el siguiente estado, que es el estado de humanidad, cuando somos capaces de enfocar nuestros esfuerzos en superarnos a nosotros mismos en lugar de a estar por encima de los demás.
Se denomina estado de humanidad al quinto estado de vida. Bajo este estado, somos capaces de controlar los deseos o nuestros impulsos a través de la razón. Es, por tanto, un estado de vida más elevado que nos lleva a actuar con responsabilidad ante nuestro medio ambiente y el resto de las personas. Frente al estado de ira, en el estado de humanidad nos centramos en superarnos a nosotros mismos sin compararnos con los demás ni envidiar a otras personas.
El sexto estado se denomina estado de éxtasis y se caracteriza por emociones de una intensa alegría cuando conseguimos algo que hemos estado deseando profundamente. Como podemos imaginar, este sentimiento tan intenso de éxtasis es poco perdurable, se agota enseguida y además se ve fácilmente influido por cualquier circunstancia externa. Por ello, en muchas ocasiones se asemeja a un estado de ilusión que nos proporciona una felicidad efímera que pronto se agota.
Una vez que hemos transitado por los seis primeros estados, también denominados “seis caminos” o “seis estados inferiores” que están tan conectados con los deseos y los impulsos, vamos a entrar en los llamados “cuatro estados nobles” que nos llevan a buscar una felicidad verdadera.
El estado de aprendizaje es el séptimo y se caracteriza por la capacidad de tomar conciencia sobre la transitoriedad de las cosas. Se suele denominar también como el estado de “quienes escuchan la voz”. Bajo este estado nuestra energía se centra en aprender a partir de la experiencia de otras personas construyendo así nuestro desarrollo personal.
El octavo estado, conocido como el de comprensión intuitiva, también se basa en el aprendizaje, pero ya no se busca en otras personas sino en uno mismo a partir del estudio y la reflexión individual. Por este motivo, también se le suele denominar el estado de “quienes toman conciencia de la causa”.
Estos dos últimos estados de los que hemos hablado, aprendizaje y comprensión intuitiva, constituyen los “dos vehículos”. En ambos estados, al haber comprendido la transitoriedad de la vida, podemos sentirnos menos apegados al pasado o a las circunstancias cambiantes pudiendo afrontar una actitud de cambio y transformación personal. La limitación de ambos estados es que nos llevan más hacia una postura de autoperfeccionamiento que hacia una altruista.
El noveno estado se denomina bodisatva y se caracteriza por una postura altruista basada en el amor compasivo hacia los demás. Desde este estado, podemos desarrollar una felicidad genuina que está conectada con la de los demás.
El último de los estados de vida es el de budeidad y se trata del más elevado de ellos. Se trata de un estado de “infinita benevolencia y amor compasivo, de una total e incorruptible pureza, y de absoluta libertad” (Ikeda, 2015, p. 130). Bajo este estado contamos con la sabiduría que nos permite reconocer la realidad de nuestra vida y transformar nuestra existencia.
Pero la budeidad no es un estado al que llegamos y que permanezca separado del resto. El principio de la “posesión mutua” de los diez estados nos explica que a lo largo de nuestro día a día, y de nuestra vida, vamos constantemente transitando entre ellos y van condicionando nuestras acciones. De esta forma, podemos entender mejor por qué a veces tomamos ciertas decisiones influidos por un cierto estado, y en otra situación habríamos actuado de una manera diferente. Para poder comprender mejor el camino hacia nuestra revolución humana, debemos reflexionar sobre nuestros estados de vida que están condicionando el avance hacia ese cambio interior.
Además, a través del principio de “inseparabilidad entre la vida y su ambiente” sabemos que, igual que tenemos el potencial de poseer cualquiera de los diez estados, nuestro contexto, al que estamos conectados, será un reflejo de éste. Es decir, si nuestra tendencia, por ejemplo, es a encontrarnos en un estado de infierno, nuestro entorno mostrará evidencias para el sufrimiento. Por ello, cuando elevamos nuestro estado interior podemos transformar también el entorno que nos rodea. Así, afrontar el reto de nuestra revolución humana implica una postura que nos lleve a trascender los seis estados bajos para llegar a los estados de bodisatva y budeidad desde el amor compasivo, la benevolencia y la sabiduría. Solo desde un estado de vida que nos permita entender al otro y actuar con benevolencia y sabiduría podremos generar una postura generativa.
4. El cambio individual que genera un cambio social
Los estudios de Zacarés y Serra (2011) proponen que la generatividad se construye en diferentes contextos (familiar, laboral, educativo, político, intergeneracional, etc.) de manera que la acción generativa facilitaría la creación de un modelo social basado en la generatividad. De este modo, se trataría, por tanto, no de una generatividad individual, sino de una sociedad generativa que sustente sus valores en ofrecer a las siguientes generaciones un legado social y cultural.
En este sentido, Ikeda propone la revolución humana como el inicio de ese cambio social, posiblemente de la construcción de esa sociedad generativa basada en valores humanos, en la dignidad de la vida y el respeto. Por ello, podemos decir que “hay revoluciones de toda índole: políticas, económicas, industriales, científicas, artísticas, revoluciones en la distribución y comunicación… y tantas otras. Cada una tiene su propia trascendencia y todas son necesarias, a su manera. Pero por muchas cosas que uno modifique externamente, el mundo nunca mejorará, a menos que el mismo ser humano, fuerza motriz y el impulso de cualquier empresa, siga siendo egoísta y falto de solidaridad. En ese sentido, la revolución humana es el más esencial de todos los cambios y, al mismo tiempo, la transformación más necesaria que hoy espera la humanidad” (Ikeda, 1997).
De este modo, Ikeda nos recuerda que el camino para poder construir la paz comienza por la toma de conciencia de cada individuo sobre su papel en su propio contexto. Un gran reto social del siglo XXI es asumir que la globalización debe partir del respeto a la dignidad de cada persona, a la diversidad, y construir desde allí una convivencia pacífica (Ikeda, 1997).
En el pasado siglo hemos padecido dos guerras mundiales y numerosos conflictos que aun hoy en día siguen causando mucho sufrimiento a millones de personas. Debemos plantearnos por qué el ser humano es capaz de hacer sufrir a sus semejantes para poder enfocar la educación de las futuras generaciones desde la solidaridad y la benevolencia (Ikeda, 1997). Pero no se trata solo de abordar los conflictos bélicos sino de comprender cómo estamos generando graves desigualdades en nuestro planeta a la vez que estamos rompiendo el equilibrio de nuestro medio ambiente. Así, Daisaku Ikeda y Ricardo Díaz Hochleitner (2009) nos hablaban de la “guerra económica” que estamos generando los países industrializados y que pone en peligro la coexistencia en el planeta: “ahogamos la vida, contaminamos nuestro querido planeta y envenenamos a la raza humana, al mismo tiempo que creamos desigualdades económicas intolerables entre ricos y pobres” (p. 69).
Desde el estudio de la generatividad, podemos comprender mejor cómo a través de la educación podemos ir transformando los valores de la sociedad construyendo esa sociedad generativa que abogue por la paz. Se trataría de generar una educación humanística que permita “concebir la paz – el tiempo en que los seres humanos no se temen unos a otros, en que todos se aman y sienten confianza recíproca – como el estado natural y ordinario de la vida. Sólo cuando esta creencia se convierta en el principio que nos guíe, podremos crear una sociedad verdaderamente humana” (Ikeda, 2002, p. 220).
Esto proceso supone un cambio lento, pero a la vez constante, pues la educación es indiscutiblemente la base de toda reforma. Por ello, Ikeda aboga por una revolución global que comienza con la revolución humana de cada individuo para poder afrontar los problemas mundiales. La educación, en este sentido, es la clave para formar a las nuevas generaciones en el respeto y responsabilidad que pueda preservar el medio ambiente y la vida en nuestro planeta. Es necesario abordar la globalización desde el uso sostenible de los recursos, y en armonía con el medio ambiente, frente a otros modelos de globalización que solo benefician a una pequeña minoría de ricos o poderosos (Ikeda, 2009, p. 59).
Ante estas desigualdades e injusticias sociales podemos adoptar un estado de ánimo basado en la impotencia o hacernos insensibles pues vemos muy lejanas esas situaciones. Esa actitud de impotencia ante el sufrimiento de otros es egoísta y nos aleja de la realidad de cómo todos estamos interconectados. Concretamente, en su Propuesta de Paz de 2020, Daisaku Ikeda, nos llama a comprometernos a no abandonar a su suerte a quienes viven en circunstancias difíciles. Suele ocurrir en nuestra sociedad que medimos la magnitud de lo que ocurre siempre en términos económicos o materiales, pero en muchas ocasiones nos olvidamos del drama que están viviendo otras personas.
Si actuamos desde la impotencia solo estamos dejando pasar la oportunidad de tomar parte en un cambio que es posible. Así, la filosofía del Sutra del loto plantea el concepto budista del “ichinen sanzen” que propone que cada instante de nuestra vida tiene tres mil estados posibles, en definitiva, que podemos tomar diferentes acciones en cada situación que llevarán a un resultado concreto (Ikeda, 2016). Por ello, las decisiones que tomamos son fundamentales para situarnos en una postura de cambio, una actitud generativa, o en una de estancamiento. A través de este concepto podemos entender mejor que está en nuestra mano la transformación de cualquier situación.
Todas estas decisiones que vamos tomando a lo largo de nuestra vida pasan a formar parte de nuestro karma que viene a ser el “conjunto de experiencias existentes desde el pasado, grabado en la dimensión más profunda e íntima de la vida humana. El karma es la suma de las vivencias que ha tenido el individuo hasta el presente, así como también su identidad, intelecto, raciocinio, sentimiento y emociones. En tal sentido, podría decirse que el karma es la energía vital latente que incluye la memoria grabada” (Pérez Esquivel e Ikeda, 2011, p. 144). De esta forma, cada persona va acumulando un karma individual en base a sus acciones, pero también existe un karma colectivo compartido por un determinado grupo. “Tanto las personas como las distintas colectividades poseen un karma que les es propio, y que subsiste como energía latente. En relación a la cultura, lo deseable es que cada pueblo desarrolle creativamente su acervo cultural en el encuentro dinámico con otras tradiciones, pero sin perder su propia identidad” (Pérez Esquivel e Ikeda, 2011, p. 144). De este modo, la cultura de un pueblo se va construyendo en contacto con otras tradiciones de forma que se va desarrollando una memoria cultural que da lugar a unos valores y a una identidad propia.
La construcción de una sociedad generativa se basa también en el principio de “itai doshin”. Según este principio, “cuando en el pueblo predomina la unión de distintas personas con un mismo propósito, estas podrán lograr todas sus metas; en cambio, cuando son iguales en apariencia, pero albergan distintos pensamientos, no serán capaces de obtener nada digno. […] Hasta un solo individuo terminará fracasando, si tiene dos objetivos contradictorios. Pero cien o mil personas pueden cumplir lo que desean, con toda seguridad, si comparten un mismo propósito.” (END, p. 648). Como sociedad generativa tenemos que enfocarnos a educar en el respeto de la dignidad de la vida y la responsabilidad con nuestro contexto. Pues una civilización centrada en el materialismo consumista basada principalmente en una economía de mercado no permitirá construir una verdadera cultura de paz.
5. Conectar con nuestro propósito y nuestra misión
Desde los estudios clásicos en psicología positiva de Steger (1991) se plantea que una vida con sentido debe cumplir estas tres condiciones: las personas consideran que sus vidas son importantes y valen la pena, por lo que merece la pena vivirlas tal como son, con sus dificultades y alegrías, que sus vidas tienen un sentido, y que les guía un propósito.
Detengámonos ahora a hablar de ese propósito. Siguiendo a Damon (2009), el propósito implica una meta estable de largo alcance que no es fácil de alcanzar, se trata, por tanto, de algo que a lo largo de nuestra vida estamos intentando conseguir. De este modo, el propósito se convierte en un reto a futuro que motiva nuestra conducta y se constituye como el principio organizador de nuestras vidas. Además, según Damon, este sentido de propósito conlleva una implicación con nuestro entorno y con la sociedad. Como parte de nuestra propia búsqueda de sentido, el propósito nos lleva a contribuir a algo superior a nosotros. De este modo, “las personas con un propósito consideran que sus vidas tienen más sentido, y son más satisfactorias; son más resilientes, están más motivadas y son capaces de arreglárselas, tanto en circunstancias favorables como desfavorables, para cumplir sus metas” (Esfahani-Smith, 2017, p. 105).
Como vemos, este sentido de propósito está relacionado con el deseo generativo del que ya hemos hablado. Desde la filosofía del humanismo budista se plantea que “los deseos mundanos son la iluminación” y “los sufrimientos del nacimiento y la muerte son el nirvana” (END, p. 336). Esto quiere decir que nuestros sueños y aspiraciones de la vida cotidiana son el aliciente clave para avanzar en nuestra revolución humana. Pero, como se puede comprender, no se trata de la consecución de unos deseos egoístas que nos mantengan aislados de lo que ocurre en nuestro contexto. Estas determinaciones que establecemos en nuestra vida están encaminadas a ayudar a generar valor en nuestro contexto y a apoyar también a otros a ser felices.
Esto es así porque lo que la esencia de nuestra humanidad se basa en la comunicación genuina y la interacción con otras personas (Marinoff e Ikeda, 2014). Por tanto, el camino hacia la revolución humana está en la construcción de esa misión, de ese propósito que nos acerque a contribuir con nuestro legado a la sociedad.
6. Elegir nuestro legado
En este punto, podemos preguntarnos en qué consiste la transmisión de un legado y cómo conecta con ese proceso de revolución humana del que venimos hablando. Estudios sobre la generatividad en la adultez (Zacarés, 2020) citan la transmisión de un legado como uno de los elementos fundamentales para el bienestar psicológico. Así, la generatividad implica «un deseo e interés genuino de contribuir al bien común y a la mejora de la sociedad, reforzando la cohesión y la continuidad generacional, asegurando un legado que perdure en el tiempo. Por otro lado, expresa el deseo de participar y estar integrado en la sociedad, promoviendo su propio crecimiento y desarrollo a lo largo del ciclo vital» (Zacarés, 2020, p. 210).
En su labor como filósofo, Daisaku Ikeda, desarrolla el legado que heredó de su mentor Josei Toda de contribuir a la construcción de la paz y eliminar el sufrimiento en nuestro planeta. En 1957, Josei Toda proclamó la “Declaración para la abolición de las armas nucleares” como punto de partida de un movimiento para concienciar a la población del peligro de la proliferación del armamento nuclear enfocado a la autodefensa. Siguiendo la postura de su maestro, Ikeda ha desarrollado numerosos diálogos con pensadores de todo el mundo para tratar de transmitir su legado. Como muestra de ello, también ha publicado numerosas obras que reflexionan sobre la construcción de valores humanos y la paz.
Es especialmente destacable su preocupación por generar lazos de unión entre diferentes culturas a través del diálogo. Para ello, las instituciones que han fundado a lo largo de su vida trabajan por la construcción de relaciones genuinas de respeto y conocimiento mutuo. Fruto de ese espíritu de unión entre culturas surge también nuestro instituto de investigación en el que colaboramos la Universidad Soka de Japón y la Universidad de Alcalá.
Desde la universidad tenemos el deber de contribuir a este legado de Ikeda para abrir nuevas rutas hacia el futuro de este mundo basados en una educación de naturaleza humanística. Porque “el aprendizaje es la fuerza fundamental que construye la sociedad y configura la época; nutre y templa el potencial infinito que cada persona lleva latente dentro de sí y dirige nuestras energías hacia la creación de valor” (Ikeda, 2020, p. 39). Es nuestra labor formar a los futuros educadores para que contribuyan también a este legado.
7. Conclusiones
A lo largo de este capítulo hemos analizado cómo se enfoca la generatividad desde la filosofía del humanismo budista de Daisaku Ikeda conectado con el desarrollo de nuestra revolución humana. Así, hemos visto cómo, a pesar de que muchas veces buscamos el origen de la felicidad en circunstancias del mundo externo, podemos encontrarla a través de una transformación interior que nos lleve a crear valor en nuestra vida. Como personas comprometidas con el legado de construir la paz, debemos asumir nuestras circunstancias como una oportunidad para crear valor en nuestra vida y transformar la sociedad desde nuestro propio cambio interior. Ikeda (2015) nos recuerda que lo que nos hace infelices no son los problemas, sino sentir que no podemos resolverlos, pero que todos poseemos de forma innata sabiduría infinita para poder afrontarlos.
Como escribe Daisaku Ikeda, “la gran revolución humana de un solo individuo propiciará un cambio en el destino de una nación y, más aún, permitirá cambiar el destino de toda la humanidad” (Ikeda, 2003). Asumir la responsabilidad de transformar la propia vida es el primer paso hacia la creación de una sociedad humana basada en el amor compasivo y el respeto por la dignidad de la vida de todas las personas. Este compromiso es el único camino para asegurar una coexistencia ininterrumpida entre la Tierra y la humanidad, pues tenemos que ser capaces de atajar las injusticias sociales y preservar el medio ambiente. Como sociedad generativa debemos afrontar unidos los problemas de la humanidad a la vez que preservamos nuestro planeta y su medio ambiente. No podemos olvidarnos “escuchar las advertencias de la naturaleza, debemos reconocer nuestra propia relación con el entorno natural y basar nuestros actos y pensamientos en principios como la indivisibilidad de la vida y el medio ambiente” (Díez Hochleitner e Ikeda, 2009, p. 64). Se trata de un cambio de rumbo de una sociedad que está acostumbrada a sentir que es dueña de la naturaleza para caer en la cuenta sobre nuestra responsabilidad hacia ella.
Este es el camino que debe guiar a las nuevas generaciones inspirados por los valores que les transmite una educación responsable y respetuosa. Desde nuestro instituto de investigación, nuestra labor se orienta a crear conciencia y generar espacios donde podamos encontrar puntos de encuentro que nos lleven a construir esa sociedad generativa para construir la paz.
[1] Ana Belén García Varela es Subdirectora del Instituto Universitario Mixto de Investigación en Educación y Desarrollo Daisaku Ikeda de la Universidad de Alcalá. Además, es profesora Titular de Universidad e imparte docencia en el Departamento de Ciencias de la Educación de dicha Universidad.
[2] Alejandro Iborra Cuéllar es Director del Instituto Universitario Mixto de Investigación en Educación y Desarrollo Daisaku Ikeda de la Universidad de Alcalá. Es también profesor Titular de Universidad e imparte docencia en el Departamento de Ciencias de la Educación de dicha Universidad.
Referencias
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