El encuentro entre las civilizaciones conduce al florecimiento de una cultura humanista

Por Daisaku Ikeda
CUADERNOS DEL INSTITUTO IKEDA · 6 · Dic. 2022


Ceremonia de investidura de Daisaku Ikeda como doctor honoris causa en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Palermo (23 de marzo de 2007) | Foto: Seikyo Shimbun

(Discurso de agradecimiento por el doctorado honorario de la Universidad de Palermo. El texto fue preparado por Daisaku Ikeda y presentado in absentia durante la ceremonia, realizada el 23 de marzo de 2007).

Honorable rector Giuseppe Silvestri, decana de la Facultad de Ciencias de la Educación Patrizia Lendinara, jefe del Departamento de Comunicaciones, Antonio La Spina, distinguidos miembros de los claustros docente y estudiantil, honorables invitados:

Quisiera comenzar felicitando a la Universidad de Palermo por sus dos siglos de historia (que se remontan a 1806). No existe honor más grande que poder celebrar tan auspiciosa ocasión como flamante miembro de su eminente institución.

También estoy muy agradecido por la deferencia con que me han permitido recibir este título in absentia; una vez más, quiero hacer constar mi gratitud sincera al rector Silvestri y al resto del plantel académico.

Se me acaba de conferir un doctorado honorario en Ciencias de la Comunicación, área de estudios que tendrá una inestimable trascendencia en el futuro de la civilización humana. Aunque nuestros medios y tecnologías de comunicación han avanzado notablemente en los últimos años, la desventurada realidad nos muestra la triste ausencia de un diálogo verdadero que franquee el abismo entre los corazones humanos.

El filósofo francés Blaise Pascal ya deploraba en el siglo XVII la falta de universalidad de los principios humanos, al decir: “¡Curiosa justicia que un río limita! Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro”.[1] Desafortunadamente, esta misma extrañeza, esta ausencia de universalidad, no es algo que hoy podamos desdeñar irrisoriamente como una tragedia arbitraria de antaño. Los efectos de la distancia física han quedado drásticamente resueltos mediante el mejoramiento de los transportes y en los medios de comunicación. Y, sin embargo, nuestro mundo sigue gravemente expuesto al peligro de la hostilidad y del conflicto.

De hecho, las nuevas tecnologías –como Internet– han llegado a contribuir al recrudecimiento de las tensiones sociales, permitiendo que los sentimientos negativos dirigidos a diferentes religiones y etnias circulasen por el mundo en un abrir y cerrar de ojos. El mundo de hoy es un conglomerado de contradicciones, donde los seres humanos interactuamos como puercoespines de afiladas púas, a quienes la proximidad y el acercamiento solo parecen producirnos heridas y mutuo dolor.

En noviembre de 2006, me encontré con el doctor Mohamed El Baradei, director general del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), laureado con el Premio Nobel de la Paz. Quisiera compartir con ustedes un comentario suyo que me causó una honda impresión: “Seguimos haciendo hincapié en las diferencias en lugar de buscar lo que tenemos en común. Seguimos pensando en términos de ‘nosotros’ contra ‘ellos’”. Es evidente que la actitud que menciona no tiene nada de productivo. Necesitamos abandonar este enfoque de confrontación y buscar nuestra herencia mancomunada como seres humanos, descubriendo formas de emplear las diferencias y la diversidad para aprender unos de otros y enriquecernos. Creo que esta, por ser la cuestión más acuciante que enfrenta el mundo actual, exige un tratamiento tan serio como profundo.

En respuesta a la gravedad de este panorama, hoy quisiera sugerir tres principios y guías para la comunicación:

  1. el intercambio entre civilizaciones como fuente creadora de valor;
  2. la actitud de apertura en el diálogo;
  3. la creación de una cultura de paz mediante la educación.

A continuación, quisiera explorar cada una de estas propuestas.

1. El intercambio entre civilizaciones como fuente creadora de valor

El primer punto que deseo recalcar es la importancia de sostener un intercambio entre civilizaciones como una oportunidad sin igual para la creación de valor.

Johann Wolfgang von Goethe, el poeta, dramaturgo y estadista alemán, escribió: “Italia sin Sicilia no deja imagen en el alma; aquí es donde está la clave de todo”.[2] Siempre he creído que Sicilia era un lugar ideal para debatir la importancia del diálogo entre civilizaciones. Durante siglos, Sicilia ha sido un espacio de convergencia de distintas tradiciones y culturas, un lugar donde numerosos pueblos se han encontrado, mezclado e interactuado, para crear juntos un rico acervo de las artes que hoy es herencia de toda la humanidad.

En 1984, el Museo de Bellas Artes Fuji de Tokio, del cual soy fundador, organizó una exposición titulada Antiguos tesoros griegos de Sicilia. Tuvimos la inmensa fortuna de contar con la participación de ocho museos arqueológicos sicilianos, que prestaron más de setecientas preciadas obras de arte y arqueológicas; entre ellas, espléndidas esculturas y cerámicas. La muestra, que nos abrió las puertas al mágico mundo de la Odisea homérica y a los días de los héroes griegos de la Antigüedad, se vio en cinco ciudades de Japón, donde inspiró a miles de visitantes.

Entre los colaboradores que hicieron posible la realización de esta monumental exhibición, hubo notables profesores de la Universidad de Palermo; tengo con ellos una enorme deuda de gratitud por la oportunidad que nos han dado de profundizar el entendimiento mutuo entre los pueblos de Sicilia y Japón.

Un faro de la cultura más avanzada y el más ilustre saber

Una de las contribuciones más sustanciales de Sicilia a la civilización humana fue el papel central que le cupo al reino normando de Sicilia en el gran movimiento cultural conocido como el Renacimiento temprano del siglo XII. Como hice notar en una conferencia que dicté en la Universidad Soka muchos años atrás, en realidad no es correcto describir el Medioevo europeo como una “época oscurantista”. A decir verdad, ya en esta época habían echado raíz y dado frutos admirables el saber y las artes que, luego, florecerían en el Renacimiento italiano.

En el siglo XII, en Palermo, capital del reino de Sicilia, se habían traducido al latín muchos manuscritos fundamentales de origen árabe, griego y bizantino, sobre temas como filosofía, matemáticas y astronomía. Estas joyas del saber académico se difundirían desde allí a todo el continente europeo, haciendo de Palermo un brillante centro del conocimiento y la cultura, sin parangón en el resto del mundo.

Dicha orgullosa tradición cultural se refleja en muchos de los edificios históricos de la ciudad. El Palacio de los Normandos, actual sede de la Asamblea Regional Siciliana, fue construido por los árabes como fortaleza. Los normandos lo convirtieron en palacio y, luego, las autoridades españolas le agregaron hermosos detalles ornamentales. Tres civilizaciones, por ende, contribuyeron a hacer de esta edificación una de las obras maestras incomparables de la arquitectura mundial. Es un importante símbolo que encarna el verdadero valor de una ciudad cosmopolita, donde se encontraron y fusionaron culturas diferentes, para dar origen a algo nuevo y espléndido que, luego, se diseminó al resto del mundo.

El reino de Sicilia, con su capital en Palermo, fue en muchas formas precursor de las ciudades-estado de la era Moderna y testimonió con elocuencia el dinamismo que genera el diálogo creativo entre culturas y civilizaciones diferentes.

Todas las grandes religiones del mundo –el cristianismo, el judaísmo, el islam y el budismo– se originaron en lugares geográficos que han sido encrucijadas de civilizaciones. El imperio Kushan, en la antigua India, que alcanzó su apogeo en el siglo II durante el gobierno del rey Kanishka, mantuvo lazos diplomáticos con Persia y hasta con el Imperio romano y China. Esto se logró empleando rutas marítimas a través del océano Índico y del golfo Pérsico, y rutas terrestres que unían distintos oasis. El estímulo que el imperio Kushan recibió de estas culturas diferentes, y la síntesis de sus tradiciones artísticas, resultó en el florecimiento del arte de Gandara y el auge del budismo Mahayana. De hecho, según investigaciones recientes, sin este intercambio cultural, el budismo Mahayana no podría haberse desarrollado como lo hizo.

Es claro que el intercambio entre civilizaciones enriquece la cultura humana en su conjunto, abre caminos hacia nuevos hallazgos, y forja ideas y filosofías innovadoras.

Desafío y respuesta

Desde luego, también es cierto que a lo largo de la historia hubo muchos contactos entre civilizaciones que produjeron resultados inesperados y desencadenaron guerras y conflictos trágicos. El doctor Arnold J. Toynbee, con quien mantuve una serie de diálogos, analizaba el surgimiento y el ocaso de las civilizaciones en torno al concepto de “desafío y respuesta”. Según este enfoque, en su forma más simplificada, el destino de una civilización –ya sea para florecer o para declinar– depende en gran medida de que sepa responder adecuadamente a los desafíos impuestos por el contacto con otras civilizaciones.

El doctor Toynbee y yo llegamos a una conclusión compartida: en esta era de rápida globalización, debemos asegurarnos de que el encuentro entre las diversas civilizaciones y culturas avance hacia la paz, la coexistencia y la creación de valores positivos. Este es, a decir verdad, el desafío clave que enfrenta la humanidad de hoy.

Y, se trate de un intercambio entre culturas o del diálogo entre civilizaciones, jamás debemos olvidar que el punto de partida es, siempre, la comunicación entre individuos.

Cosmopolitas que unen Palermo y Japón

La historia abunda en ciudadanos verdaderamente cosmopolitas que se han lanzado audazmente a conocer culturas distintas desempeñando un papel activo y constructivo en su nuevo medio ambiente, cuya vida y trayectoria son hasta el día de hoy motivo de esperanza e inspiración. Hubo individuos precursores que, con espíritu cosmopolita, crearon lazos de encuentro entre Palermo y Japón.

La palabra “cosmopolita” deriva de “cosmos”, el nombre que damos al universo. Este término, a su vez, deriva del griego kosmos, que significa “orden” o “belleza”. Dicho sea de paso, “cosmos” es una hermosa flor que se hizo popular en Japón en el siglo XIX, gracias al célebre artista siciliano Vincenzo Ragusa.

En el período en que Japón justo comenzaba a asomarse a la modernidad, Ragusa fue uno de los primeros que trajo a nuestro país el arte occidental y educó a numerosos jóvenes artistas japoneses en sus tradiciones. El arte moderno japonés tiene una enorme deuda con él, por sus contribuciones sustanciales.

Ragusa fue invitado a Japón en 1876 por el Gobierno Meiji, para enseñar escultura en la flamante Escuela Técnica de Bellas Artes. En Japón, Ragusa conoció y luego desposó a Tama Kiyohara, quien llegaría a ser profesora y vicedirectora del Instituto Estatal de Arte de Palermo, fundado por Ragusa al regresar a su tierra. La señora Ragusa desempeñó un papel fundamental en la difusión del arte y la pintura japonesa en Sicilia. Estudió en el Departamento de Artes de la Universidad de Palermo y fue exponente del estilo de pintura japonesa conocido como Nihonga. Tras la muerte de su esposo, regresó a Japón, donde fue la primera pintora que trabajó en la tradición del arte occidental.

En el profundo amor de los Ragusa por Japón y Sicilia, y en su firme compromiso de acercar a ambos pueblos mediante el arte y la cultura, veo un modelo ejemplar de lo que significa ser cosmopolita.

Mi maestro Josei Toda, segundo presidente de la Soka Gakkai, también fue un gran cosmopolita. Luchó resueltamente contra el militarismo nacionalista japonés e, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, abogó por la ciudadanía global e inició un movimiento popular de diálogo, en bien de la paz, cimentado en los ideales budistas. Bregó por expandir una red civil basada en el diálogo interpersonal. Mediante esta labor constante, el presidente Toda alentó especialmente a los jóvenes a cultivar una mentalidad abierta y un espíritu global, que les permitiera crear lazos con personas de todas las razas y etnias, y considerar al mundo entero como su propia comunidad.

Daisaku Ikeda se comunica con los participantes en la ceremonia, presentes en la Universidad de Palermo, por vídeo (23 de marzo de 2007) | Foto: Seikyo Shimbun

 

2. La actitud de apertura en el diálogo

¿Qué fuerza puede convertir en relaciones pacíficas y constructivas los contactos entre civilizaciones hoy caracterizados por la tensión y las discrepancias? Creo que la clave de esta transformación se encuentra en el segundo punto que hoy quiero desarrollar: la actitud abierta en el diálogo.

Para decirlo simplemente, me refiero al proceso de identificar rasgos comunes y emprender un diálogo que respete las diferencias de cada una de las partes y sepa encontrar un valor positivo en ellas. El humanista holandés Spinoza describió la paz como “una virtud resultante de la fuerza de la personalidad”.[3] Cierto es que, por mucho que afirmemos que ansiamos la paz, nuestras relaciones con los semejantes seguirán siendo inestables e inseguras si no existe un compromiso auténtico sosteniendo nuestras palabras. De la misma manera, mientras tengamos una actitud de “tolerancia pasiva”, jamás podremos trascender nuestras diferencias, que seguirán obrando como divisiones y nos obligarán a vagar en la penumbra de una mentalidad que se cree dueña de la virtud.

En cambio, lo que debemos hacer es ver el intercambio entre civilizaciones como una forma de sustento e inspiración para nuestro propio crecimiento, nuestra elevación y superación personal. La base de esto yace en un diálogo abierto, que actúe en la oscuridad como una luz promotora del entendimiento entre puntos de vista divergentes, o como un puente capaz de atravesar el abismo entre los corazones humanos.

Una paz milagrosa

Puestos a considerar los requisitos del diálogo abierto, tan necesario en el siglo XXI, quiero analizar aquí un ejemplo real de la historia siciliana que muestra un magnífico ejemplo de diálogo abierto en acción: el tratado de paz negociado en el siglo XIII por Federico II, rey de Sicilia, y el sultán Al Kamil de la dinastía ayubí, asentada en el actual territorio egipcio.

Federico II, quien había ascendido al trono de Sicilia en su infancia, luego llegaría a ser Sacro Emperador de Roma. El historiador suizo Jacob Burckhardt lo describió como “el primer gobernante de características modernas”.[4] En su época, Federico II era conocido como un Stupor Mundi (“asombro del mundo”). Políglota en siete idiomas, entre ellos el árabe y el griego, mostró un profundo aprecio por la cultura islámica y fue, asimismo, un gran patrono de la educación; de hecho, fundó la Universidad de Nápoles, una de las más antiguas de Europa.

Lo que me resulta particularmente notable es la forma en que Federico II manejó una situación que lo forzaba virtualmente a comandar tropas armadas con destino a Jerusalén. En ese momento, la ciudad estaba gobernada por Al Kamil, quien la defendía del asedio militar impuesto por las potencias europeas. Aunque, desde su juventud, Federico II había tenido asiduo contacto con la civilización árabe y entre sus ministros y consejeros había varios talentosos árabes, en su calidad de Sacro Emperador de Roma no tenía más opción que embarcarse en la referida campaña militar por la conquista de Jerusalén. No cuesta imaginar el rechazo que le habrá provocado la idea de enfrentarse con uno de los reinos más prominentes del mundo islámico.

Con un plan en mente, en 1228 inició la marcha hacia Acre, en la región septentrional de Palestina, punto desde el cual podía lanzarse un ataque victorioso sobre Jerusalén. Lo primero que hizo, al llegar, fue enviar un embajador con un mensaje a Al Kamil, expresándole su profundo respeto por el sultán árabe, quien al parecer sentía idéntica admiración y aprecio por la inteligencia y la personalidad de Federico II. Ese fue el inicio de cinco meses de negociaciones que condujeron a la resolución pacífica del conflicto.

Lo sorprendente es que mientras discutieron enconadamente por las concesiones territoriales, ambos gobernantes mantuvieron también un intercambio del más alto nivel sobre difíciles cuestiones de índole filosófica y matemática. En el proceso, uno y otro entablaron una relación de confianza mutua que les permitió acceder a recíprocas concesiones; estas, vistas desde cierto ángulo, incluso estuvieron al borde de ponerlos en situación comprometida frente a sus propios compatriotas. Este admirable proceso derivó en una resolución pacífica que dio en llamarse el Tratado de Jaffa.

Federico II y Al Kamil lograron la paz sin recurrir jamás a la violencia. Esto brilla como un acontecimiento casi milagroso en la historia de Medio Oriente, martilleada por el extremismo religioso, el odio y la opresión económica y política durante incontables siglos.

¿Qué hizo posible ese acuerdo pacífico? Naturalmente, podrían citarse varios factores, pero creo que, ante todo y en primer lugar, tanto Federico II como Al Kamil sinceramente querían una solución pacífica. En segundo lugar, ambos eran personas cosmopolitas, capaces de comprender y valorar diferentes civilizaciones. Y, en tercer término, en vez de adoptar una actitud extrema y puramente adversaria, siguieron negociando como seres humanos, cada uno tratando a su interlocutor como un igual.

Aun cuando la mayor parte de las cláusulas se resolvieron por carta, pudo entablarse un vínculo de amistad entre estos hombres porque mantuvieron una relación basada en el diálogo espiritual.

La actual situación en Medio Oriente posiblemente sea distinta de la que imperaba en el siglo XIII, pero el logro admirable de estos dos soberanos medievales sigue dando a la humanidad una lección que trasciende las fronteras históricas.

Un diálogo con los líderes chinos y soviéticos durante la Guerra Fría

Como miembro de una generación que sufrió terriblemente a manos de la guerra, y como practicante budista comprometido con la búsqueda de la paz mundial, yo también entablé diálogos con numerosos líderes del mundo. Ya en 1968, invité a normalizar las relaciones diplomáticas entre China y Japón, que por entonces estaban suspendidas. Viajé por primera vez a China seis años más tarde, en mayo de 1974. Era un período de creciente tensión política entre este país y la Unión Soviética. Durante mi estadía en Pekín, observé a algunos ciudadanos cavar refugios subterráneos para protegerse en caso de ataque soviético. En un centro de educación secundaria que visité, vi a los propios estudiantes cavar uno de estos refugios en el patio; me dolió presenciar la angustia y el miedo que experimentaba el pueblo chino.

Con el firme deseo de aliviar esa escalada de tensiones entre ambos países –en medio de una Guerra Fría que, además, enfrentaba duramente a los Estados Unidos y la Unión Soviética– viajé a la URSS tres meses más tarde, en septiembre de 1974. En los diez días que pasé allí, dialogué con ciudadanos particulares en las calles de Moscú y comprendí de primera mano que ellos, al igual que los habitantes de Pekín, anhelaban fervorosamente la paz. Hasta la taciturna conserje que nos entregaba las llaves de las habitaciones en nuestro hotel llegó a confesarme su tristeza por haber perdido a su esposo en la guerra.

Comprendí que la gente de ambos países deseaba la paz. Para hacerla posible, primero había que eliminar la desconfianza y el recelo mutuo, y luego establecer un vínculo de confianza entre los dignatarios de ambos países. Con esta idea, pregunté de forma abierta al primer ministro soviético Alexei Kosygin –con quien se me había concedido una reunión en el Kremlin el último día de mi paso por Moscú– si su país planeaba atacar China. Enfáticamente respondió: “La Unión Soviética no tiene ninguna intención de atacar ni de aislar a China”.

En diciembre de 1974, cuando volví a China, transmití ese mensaje a los líderes chinos. El primer ministro Zhou declaró: “Los últimos veinticinco años del siglo XX serán el período más decisivo en la historia del mundo. Todas las naciones deben relacionarse en igualdad y ayudarse unas a otras”. Cuando lo escuché hablar así, sentí que el acercamiento chino-soviético no estaba muy lejos. Y, efectivamente, esa fue la dirección que adoptó el curso histórico.

La tendencia a la división: la tragedia del siglo XX

El siglo XX ha sido un período de “megamuerte”, de matanza masiva. Un dualismo fatal fue dividiendo el mundo en amigos y enemigos, buenos y malos, mientras la guerra y la destrucción cundían sin freno y tronchaban incontables vidas humanas. El Holocausto, las numerosas campañas genocidas, y las horrendas “limpiezas étnicas” que sucedieron al término de la Guerra Fría son solo unos pocos ejemplos. Aún no hemos escapado del panorama que León Tolstoi advirtió muchos años atrás: “Durante siglos, el hombre ha luchado y se ha empeñado por poner el bien de un lado y el mal del otro”.[5]

Cuando depositamos en el otro todo el mal y nos creemos dueños de todo el bien y la virtud, nos destinamos –como Fausto después de vender su alma al diablo Mefistófeles, en el drama de Goethe– a ser inmunes a la voz de nuestra conciencia interior. En el siglo XXI, el diálogo y la comunicación son el único medio que nos permitirá remontar difíciles problemas como el terrorismo y la violencia étnica, romper la ilusión de las diferencias superficiales que nos mantiene capturados en una trampa autodestructiva, y construir una sociedad global basada en la paz y en la convivencia. Como en el caso de Federico II y de Al Kamil que antes he mencionado, las vías para llegar al corazón del otro y dar juntos el primer paso hacia la paz son lazos de empatía humana que trascienden la dicotomía “amigos-enemigos” y palabras nacidas del nivel más profundo del espíritu.

En tal sentido, el concepto budista de la “inseparabilidad entre el bien y el mal” es esclarecedor: el budismo enseña que ambos aspectos son inherentes a la vida humana, y que uno u otro se manifiestan debido a la conjugación de ciertas causas y condiciones. Con base en este concepto, creo que el verdadero valor del diálogo creativo y constructivo se encuentra en el afán de perfeccionar y elevar la propia vida, controlar la manifestación de nuestros aspectos perniciosos o negativos, y fomentar la expresión de los aspectos buenos o positivos. Este esfuerzo subyace a la clase de diálogo y de comunicación que tanto necesitamos en la época actual.

Shakyamuni brinda estas palabras alentadoras: “Así como soy yo, son ellos; así como son ellos, soy yo”.[6] Y concluye que, en virtud de esta pertenencia común al género humano, “no debemos matar ni hacer que otros maten”.[7] En estas palabras hallamos dos significados importantes. Primero, las leyes morales que debemos acatar no son reglas prescritas externamente, sino que surgen de una profunda introspección, arraigada en la empatía y la solidaridad hacia los demás, que son seres humanos igual que nosotros. Segundo, como se expresa en la inferencia antedicha, no basta con abstenerse de matar; uno también debe exhortar a otros a adoptar una filosofía de respeto a la dignidad de la vida, y sostenerla con la propia conducta.

La introspección seguida de un giro hacia fuera para alentar a los demás –es decir, el proceso de examinar constantemente el propio corazón creyendo en la bondad innata de los otros e invitándolos al diálogo– conduce al individuo a un estado de autodisciplina firme y de claro dominio de sí mismo. Las dos ruedas que sostienen el diálogo, por lo tanto, son la convicción en que todos poseen el bien en su interior, y la determinación inamovible de salir a buscar ese bien para hacerlo manifestarse. Estos dos factores son elementos indispensables para un diálogo exitoso entre las civilizaciones y las religiones.

Creo firmemente que el verdadero valor del diálogo no yace solo en los resultados que produce, sino de manera más esencial en el propio proceso de intercambio, por el cual dos espíritus se comprometen uno con otro y se elevan juntos a una instancia superadora. He participado en más de mil seiscientos encuentros de diálogo y he publicado casi cincuenta volúmenes en coautoría con mis interlocutores, todos líderes mundiales en diversos campos. Lo que motivó estos intercambios fue mi sincero deseo de emplear la fuerza del diálogo para unir al mundo, acercar a las personas y hallar soluciones a los vastos problemas que afectan a la humanidad.

Los tres institutos de investigación que he fundado –el Instituto de Filosofía Oriental, el Instituto Toda por la Paz, y el Centro Bostoniano de Investigaciones para el Siglo XXI [hoy, Centro Ikeda por la Paz, el Saber y el Diálogo]– también se han dedicado sostenidamente al diálogo entre civilizaciones e interreligioso. Fueron creados con el propósito de aunar a los intelectos más brillantes del mundo en un debate orientado a la resolución de problemas, en cuestiones críticas como la prevención de conflictos, la erradicación de la pobreza y la reparación de la destrucción ambiental.

Uno de los principales escritos de Nichiren, el reformista del budismo japonés que vivió en el siglo XIII cuyas enseñanzas forman la base del movimiento de la SGI, se titula Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra. Nichiren estructuró esta obra en forma de diálogo. En ella, dos personas que piensan distinto se encuentran para conversar, partiendo de una preocupación compartida por los muchos problemas que afligen a la sociedad. Estas palabras del anfitrión abren el diálogo: “[A]hora que usted ha venido podemos lamentarnos juntos. ¡Conversemos extensamente sobre esta cuestión!”.[8] Ambos exploran las causas del sufrimiento que ven a su alrededor y analizan posibles métodos para darles solución; al final, se comprometen a aunar esfuerzos y trabajar en bien de los demás y de la sociedad.

La misión fundamental de la religión es despertar en cada individuo un respeto comprometido hacia la dignidad de la vida humana, e impulsar con energía un ethos de construcción de una cultura de paz.

El diálogo es lo que abre los ojos del espíritu y libera a las personas de los odios y prejuicios estrechos. Por su parte, la tarea de la educación es trazar caminos para que los seres humanos convivan pacíficamente en la sociedad y eleven los ideales de la época.

El rector de la Universidad de Palermo Giuseppe Silvestri y el vicepresidente de la SGI Hiromasa Ikeda sostienen el certificado del doctorado honorario conferido a Daisaku Ikeda (23 de marzo de 2007) | Foto: Seikyo Shimbun

3. La creación de una cultura de paz mediante la educación

Finalmente, quiero analizar el tercer punto en mis guías para la comunicación: la creación de una cultura de paz por medio de la educación. Maria Montessori, la educadora italiana que abrió nuevas fronteras, escribió: “Prevenir conflictos es tarea de la política; establecer la paz es tarea de la educación”;[9] y “la educación debe aspirar a la transformación del ser humano, con el fin de permitir el desarrollo interior de la personalidad y cultivar una visión más consciente de la misión de la humanidad y las actuales condiciones de la vida social”.[10] Ciertamente, la educación encierra la clave para el futuro del género humano. Mi distinguido amigo Nelson Mandela, expresidente sudafricano e intrépido defensor de los derechos humanos, escribió en su autobiografía: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su procedencia o su religión”.[11] A las personas se les enseña a odiar. Basado en esta firme convicción, Mandela luchó por reconstruir una nación dividida promoviendo políticas y alentando iniciativas educacionales que arrancaran de raíz el odio del corazón de su pueblo, y plantando en él las semillas de la no violencia y la fe en la condición humana.

La Soka Gakkai Internacional (SGI), organización que presido, también está comprometida con un movimiento educativo por la paz y la no violencia en todo el mundo, y promueve actividades como la campaña “Victoria sobre la violencia”, impulsada por jóvenes de los Estados Unidos, y la exposición Construyamos una cultura de paz para los niños del mundo. En Palermo, con la generosa colaboración de numerosas autoridades y entidades locales, pudimos realizar en el 2001 la muestra Hacia un siglo de humanismo: Un panorama de los derechos humanos en el mundo actual. Me hizo feliz saber que muchos jóvenes la visitaron y sintieron que les había aportado algo positivo.

También admiro abiertamente los incansables esfuerzos de la Universidad de Palermo y de los ciudadanos de Sicilia, quienes libran una valerosa contienda de palabras por eliminar la violencia en la sociedad y construir una cultura de paz. Es una notable labor que dará incalculable esperanza al mundo y a las generaciones futuras.

La lucha de Cicerón por proclamar la justicia

Hace más de dos mil años, Cicerón, filósofo y orador de la antigua Roma, libró una lucha en Sicilia, utilizando su célebre elocuencia como arma para combatir la opresión del pueblo. Este episodio sigue siendo fuente de inspiración aún hoy. El funcionario romano Cayo Verres gobernó Sicilia durante tres años, a partir del 73 a. C. Fue un dirigente corrupto y codicioso, que robaba a la gente y la gobernaba con violencia y terror, que causaban un enorme sufrimiento.

El pueblo siciliano quería ver a Verres juzgado en Roma, pero en esa época no tenían la capacidad de hacer que esto ocurriera. Su única esperanza era implorar a Cicerón, quien previamente se había desempeñado en Sicilia como funcionario de la República romana y gozaba de la confianza de la gente, que demandara a Cayo Verres en su nombre. Cuando le explicaron la situación a Cicerón, este de inmediato aceptó representarlos y no tardó en actuar. Viajó a Sicilia y, pese a numerosos obstáculos, logró reunir pruebas suficientes de la corrupción e inmoralidad de Verres, proporcionadas directamente por el pueblo. Escuchó a muchas madres narrar cómo Verres y sus secuaces habían matado a sus hijos… Cicerón pasó cincuenta días recorriendo la isla de punta a punta, en un invierno inusitadamente frío, para recoger y asentar estos informes, a menudo poniendo en riesgo su propia seguridad, pero siempre haciendo todo lo posible por asegurar la victoria de la causa judicial. Ya en los tribunales, no solo demostró su afamada elocuencia, sino que también hizo comparecer al pueblo como testigo y presentó una cantidad apabullante de pruebas que había consignado con meticulosidad. El célebre fallo otorgó la victoria al pueblo siciliano.

Menciono la valiente lucha de Cicerón para condenar e impugnar a Verres, porque creo que esta “batalla de palabras” brinda una valiosa lección para nuestra propia lucha contra la violencia y la corrupción, en la tarea de construir una cultura de paz. Hay tres lecciones, en particular, que se desprenden de este episodio. Primera, la lucha de Cicerón se apoyó en la voz de la verdad directamente surgida de la gente. Segunda, supo unir a personas que estaban dedicadas al bien. Tercera, utilizó medios no violentos –los de una demanda legal– para lograr la justicia.

A lo largo de la historia, las alianzas de personas bienintencionadas que han trabajado por una reforma social a menudo han carecido de la cohesión o la fuerza suficientes para cumplir su propósito. El fundador de la Soka Gakkai, Tsunesaburo Makiguchi, arrestado por su oposición a la política militar del Gobierno japonés, y muerto en la cárcel como prisionero de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, se lamentaba así: “Las personas malintencionadas tienden a aliarse, impulsadas por su instinto de autopreservación, y así incrementan la fuerza con la cual persiguen a la gente de bien. En cambio, las personas de buena voluntad tienden a mantenerse aisladas, lo cual las debilita”.[12] Por esta razón, Makiguchi recalcaba la necesidad de extraer el ilimitado potencial de cada individuo, empoderarlos, y armarlos de conocimiento y sabiduría mediante la educación. La única solución al dilema que él planteaba era fortalecer la alianza de personas de buena intención y crear una cultura de paz y humanidad.

Con este fin, he fundado instituciones educativas en Japón, los Estados Unidos, Brasil, Malasia, Singapur y Hong Kong, y me he dedicado sin reservas a promover el intercambio educativo, tanto entre universidades como en al nivel comunitario. Con el afán de construir una cultura de paz, he recalcado la importancia de una educación que enseñe a los jóvenes a involucrarse activamente en el movimiento pacifista, más que ser espectadores pasivos que apoyan la paz, pero hacen poco o nada por hacerla realidad.

Makiguchi explicaba por qué, aunque la mayoría de las personas de cualquier sociedad son bienintencionadas, la situación mundial tiende a ser cada vez más adversa. Decía: “Las personas que llevan a cabo actos de gran bien invariablemente son perseguidas. El resto de la gente, en su gran mayoría –aun siendo personas honestas y correctas e incluso simpatizando con esos valientes individuos– se siente impotente para actuar y permanece en silencio mientras ellos arriesgan su vida. Esta falta de apoyo activo redunda en que quienes son perseguidos fracasen en su propósito demasiado a menudo”.[13]

La finalidad de la educación no es solo transmitir aptitudes y conocimientos. Creo que hoy necesitamos una educación plenamente humana que, asentada en el fértil suelo del pueblo, nutra la sabiduría y el coraje de enfrentar los problemas que hoy afrontan la humanidad y la sociedad.

Respetar las culturas distintas y aprender de ellas

También creo que la educación debe promover un espíritu auténticamente cosmopolita, que nos permita respetar las culturas distintas y aprender de ellas.

En enero de 2007 se publicó en japonés el diálogo que mantuve con el profesor Tu Weiming de la Universidad de Harvard, un destacado especialista en el estudio de la civilización china. El profesor Tu integró el Grupo de Eminencias designado por el secretario general de la ONU para el “Año de las Naciones Unidas del Diálogo entre Civilizaciones” (2001). Él advierte que las civilizaciones y los individuos se condenan a la ruina cuando se relacionan con sus pares con la arrogante actitud de creer que tienen todo para enseñar y nada que aprender. También ha dicho que, cuando tomamos contacto con diferentes formas de vida, cultivamos el arte de escuchar, la ética del respeto y un sentido de autodescubrimiento.

Creo que la humildad implícita en la disposición a aprender de los demás es, precisamente, la fortaleza que nos permite afianzar las bases donde puede echar raíz una cultura de paz en nuestro mundo. El filósofo y escritor italiano Umberto Eco, al analizar el rumbo que debíamos adoptar en nuestro avance hacia el tercer milenio, señaló que los últimos dos milenios podían compararse con una flecha, que avanza en una única dirección. Pero el símbolo del tercer milenio, en su punto de vista, debía ser la constelación, en tanto representa el respeto a las sociedades multiculturales.[14] Es una metáfora brillante. En una constelación, cada una de las estrellas, aun brillando de forma individual, se suma a las demás para crear un espléndido conjunto, sin jamás disminuir u obstruir la belleza de los demás astros que integran la formación, sino adornando el cielo nocturno con su rica diversidad.

La “red de Indra”

La metáfora de Eco se asemeja mucho al concepto budista del origen dependiente. Las escrituras budistas contienen su propia metáfora: la “red de Indra”. El palacio de la deidad Shakra Devanam Indra, que representa el poder de la naturaleza, está cubierto de una inmensa red, tachonada de innumerables gemas que titilan y resplandecen con diferentes colores. Ninguna gema ocupa el centro de la red; cada una es, igualitariamente, el centro del todo. Y cada gema refleja las demás, haciéndolas brillar más aún y creando un conjunto magnificente y perfectamente armonioso. Este, según el budismo, es el verdadero aspecto de nuestro mundo.

Si trazamos un paralelismo entre estas gemas y la cultura de cada región y pueblo, la luz emitida por cada piedra preciosa simboliza el carácter singular e irrepetible de una cultura en particular. Cuando cada joya refleja las demás, producen una nueva luz y crean un valor incalculable: una civilización global que brilla con magnífico esplendor. El ideal de una cultura y una civilización humanísticas, que abarquen a todas las personas con base en la paz y la convivencia, solo podrá lograrse mediante una comunicación que aprecie la diversidad. Debemos apreciar nuestras diferencias y aprender de ellas; descubrir lo que toda la humanidad comparte universalmente, pero a la vez preservando el carácter único de cada cultura. Estoy convencido de que la educación forjadora de ciudadanos globales debe inculcar, como primer paso, el respeto a la diversidad.

El mundo como nuestra comunidad

El poeta sículo-árabe Abu-al-Arab escribió: “He brotado de la tierra, cualquier suelo me parece bueno, todos los hombres son mis hermanos y el mundo es mi país”.[15] Esto expresa perfectamente el espíritu de la ciudadanía global, el espíritu ancho de miras y abarcador de considerar el mundo entero como nuestra comunidad, y a todas las personas que lo habitan como nuestros hermanos y hermanas. Es nuestra responsabilidad inculcar este espíritu a las futuras generaciones.

Los Quatro Canti, o “cuatro esquinas”, es el cruce del centro histórico de Palermo donde se encuentran las dos vías principales. Como esto simboliza, Palermo tiene una larga y sublime historia de interacción entre pueblos y culturas. La Universidad de Palermo, situada en este cruce de civilizaciones, ha hecho una contribución esencial al género humano, como una fortaleza del conocimiento generadora de una cultura rica y diversa, formadora de ciudadanos globales. Hoy, en una época que ansía el surgimiento de una civilización global de paz y convivencia, su universidad resplandece con un brillo más espléndido que nunca, como un faro que ilumina el porvenir.

Hoy, como miembro honorario de la Universidad de Palermo, me comprometo ante el rector Silvestri y los miembros del claustro a mantener mis esfuerzos por impulsar una marea de diálogo en todo el mundo, y a trabajar por el florecimiento de una educación humanista en bien de la paz.

Para concluir, quiero transmitir a los brillantes estudiantes de esta universidad palabras de Danilo Dolci, poeta y activista social, a menudo llamado el “Gandhi de Sicilia”: “La paz no es sinónimo de pasiva quietud, sino de lucha. Es un modo de vivir que lleva implícita una clara visión, un esfuerzo por educarse y perfeccionarse uno mismo, y un afán de dar lo mejor en aras de resolver los problemas”.[16]

Grazie mille! (¡Muchas gracias!)


Notas

[1] Pascal, Blaise (1994). Pensamientos. Madrid: Alianza Editorial, 37.

[2] Goethe, Johann Wolfgang von (1987). Viajes italianos. En Obras completas. Madrid: Aguilar Ediciones, 182.

[3] Spinoza, Baruch (1883). The Chief Works of Baruch Spinoza (Obras principales de Spinoza). Londres: George Bell and Sons, vol. 1, 314.

[4] Burckhardt, Jacob (1898). The Civilisation of the Renaissance in Italy (La civilización del renacimiento en Italia). Londres: Swan Sonnenschein, 5.

[5] Tolstoi, León (1887). Lucerne (Lucerna). En A Russian Proprietor and Other Stories (Un propietario ruso y otros relatos). Londres: Walter Scott, 120.

[6] Anónimo (1994). The Sutta-nipāta. Surrey: Curzon Press, estrofas 704-705, 81-82.

[7] Ib.

[8] Nichiren (2008). Los escritos de Nichiren Daishonin. Tokio: Soka Gakkai, pág. 7.

[9] Montessori, Maria (2004). Education and Peace (La educación y la paz). Oxford: Clio Press, vol. 10, 24.

[10] Ib.

[11] Mandela, Nelson (1995). El largo camino hacia la libertad. La autobiografía de Nelson Mandela. Madrid: Ediciones Aguilar, 645.

[12] Makiguchi, Tsunesaburo (1982). Makiguchi Tsunesaburo Zenshu (Obras completas de Tsunesaburo Makiguchi). Tokio: Daisanbunmei-sha, vol. 6, 69.

[13] Ib., 68.

[14] Hattori, Eiji (1997): Sanzen Nenki o Miru ‘Sekaijin’ ga Uttaeru Mono (Alegatos cosmopolitas para el tercer milenio), Ronza. Cita de un discurso pronunciado por Umberto Eco en la Fondaciòn Valencia Tercer Milenia, el 23 de enero de 1997.

[15] Quatriglio, Giuseppe (2005). A Thousand Years in Sicily: From the Arabs to the Bourbons (Mil años en Sicilia: De los árabes a los borbones). Nueva York: Legas Publishing, 18.

[16] Dolci, Danilo (1968). Inventare il futuro (Inventar el futuro). Bari: Laterza, 84.

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